El regreso del gran Bascombe
No hace falta ser un fiel a Richard Ford para admirar la maestría de su última novela
Es posible que la categoría “lector bueno” —no lo mismo que “buen lector”— defina a aquellos que son leales a los autores que admiran. Un “lector bueno” piensa que es posible que la última novela de John Irving no sea estupenda, pero la lee porque es leal. No pierde la esperanza de que se repita el milagro: otro mundo según Garp, otra oración por Owen. Sabe que nadie puede ser sublime siempre y contempla las obras fallidas con pena pero sin crueldad. No hace falta ser un “lector bueno” para admirar la maestría ...
Es posible que la categoría “lector bueno” —no lo mismo que “buen lector”— defina a aquellos que son leales a los autores que admiran. Un “lector bueno” piensa que es posible que la última novela de John Irving no sea estupenda, pero la lee porque es leal. No pierde la esperanza de que se repita el milagro: otro mundo según Garp, otra oración por Owen. Sabe que nadie puede ser sublime siempre y contempla las obras fallidas con pena pero sin crueldad. No hace falta ser un “lector bueno” para admirar la maestría de la última obra del escritor norteamericano Richard Ford, Sé mía. Su máquina de narrar está intacta. Aquí regresa el personaje de Frank Bascombe a quien, a lo largo de cinco novelas, le ha pasado de todo: un hijo muerto a los nueve años, dos divorcios, cáncer de próstata. Pero, inmerso en un cinismo sin exageraciones y una actitud zen, a él le gusta estar vivo. Ahora su hijo Paul, 47 años, tiene ELA. Bascombe se empeña en llevarlo a conocer el monte Rushmore. El viaje es una peregrinación en la que la salud del hijo decae mientras la rumia del padre llega a cumbres luminosas: “La capacidad de sentirse bien cuando casi no hay nada bueno que sentir es un talento que está a la altura del talento para sobrevivir a la pérdida, que al parecer también poseo, junto con la capacidad de olvidar”. Con 74 años, sabe que Paul morirá antes que él y eso no lo detiene en el empeño de construir una experiencia común en días agónicos. La hostilidad y la crudeza del hijo son desarticuladas por el padre con una parsimonia comprensiva y a la vez rabiosa. Bascombe hace algo difícil: es un padre pero es, ante todo, un hombre que quiere vivir aun después de que su hijo muera: “Todo lo que creo saber es que cuando Paul dejó su vida, yo no dejé la mía”. Cuántos, sin atreverse a hacerlo, quisieran encarnar esa frase en la que se anudan dolor y calma. Bascombe —como los grandes personajes de ficción que vivirán para siempre— lo hace por ellos.