Somos conservadores

El gran cambio de estos últimos años consiste en que la derecha, que siempre se dedicó a conservar el orden establecido, es la que rompe ese orden

Imágenes de Donald Trump utilizada en carteles satíricos y graffiti en Londres (Inglaterra).Dan Kitwood (Getty Images)

Ahora sí, Estados Unidos vuelve a dar el ejemplo. Durante el gobierno de Donald Trump no lo hizo: si acaso nos dio el gusto de hundirse en esos fangos de república bananera que siempre había despreciado en los demás, tan por debajo de la superioridad democrática de un país donde no había golpes de estado –sino que solo asesinaban presidentes. Pero ahora ha vuelto a ponerse a la vanguardia: permite que se presente a elecciones, con grandes chances de empatarlas, ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Ahora sí, Estados Unidos vuelve a dar el ejemplo. Durante el gobierno de Donald Trump no lo hizo: si acaso nos dio el gusto de hundirse en esos fangos de república bananera que siempre había despreciado en los demás, tan por debajo de la superioridad democrática de un país donde no había golpes de estado –sino que solo asesinaban presidentes. Pero ahora ha vuelto a ponerse a la vanguardia: permite que se presente a elecciones, con grandes chances de empatarlas, un reo que acaba de ser condenado por sobornar a una prostituta y todavía enfrenta 54 acusaciones más, entre ellas varias por conspirar contra la democracia –y no pasa nada.

Y algo así sucedió en Quito hace unas semanas, cuando un Gobierno casi provisional ordenó el copamiento de una embajada extranjera –mexicana– para detener a un adversario político refugiado en ella. Es un quiebre del orden diplomático que ni siquiera Videla o Pinochet osaron –y no pasa nada.

Y sucede todo el tiempo en Buenos Aires, donde un jefe de estado que pretende destruir el Estado fleta cada diez días el avión estatal presidencial para volar a actos políticos fascistas en Estados Unidos o en España mientras su gobierno manda a la muerte, so pretexto de ahorro fiscal, a los enfermos que ya no atiende, los hambrientos que ya no alimenta –y no pasa nada.

O en San Salvador, donde se construyó la cárcel más grande ¿del mundo? para que un buen tercio de sus prisioneros se hacinen sin juicio ni pruebas ni razones –y no pasa nada.

O en Madrid, donde la jefa de la Comunidad dice que en sus geriátricos los viejos se murieron sin atención médica porque así son los viejos, mientras sigue viviendo en la vivienda adquirida por un consorte con suerte, delincuente confeso con peluca –y no pasa nada.

O en Europa, donde la extrema derecha, esos nostálgicos de las viejas dictaduras, podría pasar del 10% de su Parlamento hace diez años a un 20 o 25% en las elecciones del domingo y amenazar incluso la integración continental –y no pasa nada.

Y así de seguido: no pasa nada. Tantas cosas que parecían intolerables se toleran, tantas se naturalizan. El gran cambio de estos últimos años consiste en que la derecha, que siempre se dedicó a conservar el orden establecido, es la que rompe ese orden y usa esa ruptura para hacer más y más cosas que en principio no podría: para correr los límites de lo posible, para imponer un orden nuevo.

Trabajan sobre tierra abonada. En general –y sobre todo en Ñamérica– nadie quiere que las cosas se mantengan como son: las mayorías están muy justamente decepcionadas con las vidas que tienen, las sociedades que forman, y ellos les ofrecen cambiarlas de cabo a rabo. Es un cambio confuso, sin grandes precisiones, pero sin duda un cambio: que nada vuelva a ser como es ahora, que la moto sierre sin piedad. Lo cual resulta atractivo para muchos que se ilusionan con esa posibilidad y, entonces, no ven la violencia y la injusticia que ese cambio implica.

Frente a eso, “nosotros” nos dedicamos a defender el orden viejo. “Nosotros” es difícil: para nosotros no hay nada más complicado que formar un nosotros. Pero, digamos, por intentar algo: nosotros, los que en los dos últimos siglos hemos tratado de cambiar nuestras sociedades para conseguir más igualdad, para acabar con los abusos, para que la justicia funcione para todos, para que nadie carezca de lo más necesario; nosotros, digamos, la izquierda, los progres, como quieran llamarlo, nos hemos vuelto un coro de biempensantes indignados que intentamos, a manotazos de ahogado, conservar.

Queremos conservar la justicia social, la educación pública, la atención sanitaria, la opción de comer, el salario de los que tienen poco, las conquistas de las mujeres, la presunción de inocencia, la libre circulación de las personas, algún respeto a la verdad, todas esas cositas que estos gobiernos y partidos amenazan.

Así que aparecemos como los que queremos defender ciertos pilares de estas sociedades que no conforman a nadie. Es un papel tan triste, deslucido. Podría funcionar en sociedades tranquilas y satisfechas: si existen, son muy raras. Frente a estos gobiernos que las van a hacer peores nos vemos reducidos a intentar que no arruinen lo que hay; ante una posición tan defensiva es lógico que estos ultraderechistas mantengan su ofensiva. Podremos, quizá, conservar algunas cosas, pero ellos seguirán ganando. Ellos se apropiaron del cambio; “nosotros” somos los que intentamos impedirlo. Los suyos son cambios para mal, pero no sabemos cómo oponerles cambios para bien: nos movilizamos, al fin y al cabo, contra el cambio. Criticamos su audacia, queremos ser sensatos, recuperamos los gestos de la derecha clásica, actuamos como siempre actuaron ellos.

Mientras no encontremos qué cambiar, qué cambios reales ofrecer –como sí encontraron, por desgracia, Milei o Bukele o Bolsonaro–, seguiremos sin acercarnos a esas mayorías insatisfechas, seguiremos llorando desde la tribuna. Si las fuerzas sociales y políticas que siempre reivindicaron el cambio, que siempre lo produjeron, no lo hacen, van perdiendo su razón de ser, se vuelven nada. Así, no es extraño que estos señores y señoras fachas tengan más y más votantes, más poder, se impongan y definan.

Quizá sea necesario que gobiernen unos años para que su desastre quede claro y la necesidad de cambios se evidencie y podamos, al fin, ofrecerlos –pero sería largo y duro. Aún así, más tarde o más temprano: si no pensamos y ofrecemos cambios decisivos, esperanzas nuevas, si seguimos en esta indignación conservadora, será el momento de dedicarnos a la cría y adiestramiento de pececitos rojos. Y pelearnos, por supuesto, por la pureza de su raza: tienen un pedigree muy complicado, los pececitos rojos.

Sign up for our weekly newsletter to get more English-language news coverage from EL PAÍS USA Edition

Más información

Archivado En