Por una discapacidad constitucional
Con la reforma del artículo 49, se nos deja de considerar personas enfermas, se nos tiene en cuenta, como individuos y como colectivos. Las palabras nos llevan a lugares precisos, y a veces nos acercan a quienes somos, a una identidad que no nos minusvalore
Durante el juicio al que es sometida la protagonista de la magnífica película Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023), ella trata de explicar al fiscal por qué no ha querido tratar la discapacidad visual de su hijo como una minusvalía; defiende no haberlo hecho por miedo a que esa clase de mirada alienadora sobre su discapacidad hiciera pensar al chaval que estaba condenado a vivir una vida ajena, una vida que no le pertenecía, prestada, mientras que e...
Durante el juicio al que es sometida la protagonista de la magnífica película Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023), ella trata de explicar al fiscal por qué no ha querido tratar la discapacidad visual de su hijo como una minusvalía; defiende no haberlo hecho por miedo a que esa clase de mirada alienadora sobre su discapacidad hiciera pensar al chaval que estaba condenado a vivir una vida ajena, una vida que no le pertenecía, prestada, mientras que en una imaginaria existencia real, verdadera —por ahí, en alguna parte—, él estaría viviendo como una persona sin discapacidad. Una fantasía que ya había formulado de algún modo el escritor y matemático parapléjico John Hockenberry a través de una “visión cuántica de la discapacidad”, que “te permite atreverte a pensar que puedes haber vivido dos vidas, dos cuerpos que ocupan dos lugares a la vez”. Una visión cuántica que atraviesa toda Anatomía de una caída: la escritora juzgada toma prestada del marido una idea literaria que versa sobre dos posibilidades de vida: con su hermano muerto o con su hermano vivo; nuestro rol de espectador se debate entre creerla capaz o incapaz de haber cometido un asesinato; e incluso ella vive su realidad entre dos lenguas, el inglés y el francés, ninguna de ellas materna, segura, acogedora.
La teoría de Hockenberry, su “visión cuántica de la discapacidad”, me sirvió como inspiración para escribir los guiones de Maricones perdidos, que ojalá algún día sea una continuación de mi serie Maricón perdido. Una segunda temporada donde el protagonista vive dos vidas a la vez: una como enfermo de esclerosis múltiple secundaria progresiva, como un hombre con discapacidad, y otra vida en la cual nunca llegó a recibir el diagnóstico de la enfermedad. Dos vidas que acabarán confluyendo.
Le doy vueltas a todo esto mientras decido qué pensar sobre la próxima modificación del artículo 49 de la Constitución española de 1978. La redacción original decía: “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos”. Desde esta semana, va a sustituir el término disminuidos por el de personas con discapacidad, un cambio terminológico que ha centrado un debate estéril por culpa del cual se han obviado otros dos cambios en la nueva redacción que suponen un importante avance en la percepción sociopolítica de la discapacidad, de quienes somos personas con discapacidad.
En primer lugar, deja de lado la mirada médico–rehabilitadora del texto original (”una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”) para ofrecer una visión garantista de derechos: “Los poderes públicos realizarán las políticas necesarias para garantizar la plena autonomía personal e inclusión social de las personas con discapacidad”. Mientras que el artículo original de 1978 consideraba a los disminuidos exclusivamente como cuerpos enfermos, como cuerpos no deseables en transición hacia la salud —o, aún peor, la normalidad—, la nueva redacción del artículo (nos) trata a las personas con discapacidad como a seres con pleno derecho a la autonomía y a la inclusión. Dejamos de ser cuerpos en espera, cuerpos enfermos o cuerpos tan indeseables como para que el Estado tuviera que velar por su prevención. Estamos aquí y somos. La discapacidad no es una enfermedad aunque en algunos casos sea un síntoma o una consecuencia. La fantasía de la dualidad cuántica adquiría un carácter de lo más pedestre en la vieja redacción recién modificada, donde la minusvalía se trataba constitucionalmente como un espacio en tránsito, como una vida en suspensión durante el tratamiento y rehabilitación. Una vida tullida hasta la recuperación, esa vuelta a la existencia completa y real, algo así como un limbo de esperanza tóxica.
En segundo lugar, otro cambio importante en la nueva redacción del artículo 49 es que nos tiene en cuenta, como individuos y como colectivos: “Estas políticas respetarán su libertad de elección y preferencias, y serán adoptadas con la participación de las organizaciones representativas de personas con discapacidad en los términos que establezcan las leyes”. Adquirimos personalidades adultas, libres e independientes, al menos en la Constitución, al menos se nos concede el derecho político al que nuestros cuerpos no siempre responden constitucionalmente.
¿Cambia algo el cambio? ¿Modifica el texto articulado del nuevo artículo 49 de la Constitución nuestras vidas tanto como lo hacen el derecho a una vivienda digna, al trabajo o a nuestra libertad de expresión? Reproduzco y suscribo las palabras de Lola Pons en este mismo diario de hace apenas unos días: “Claro que no sé qué le va a pasar al sintagma “persona con discapacidad” dentro de 45 años, pero lo que el presente nos muestra es que esta expresión se construye sobre una concepción no paternalista y no clínica de la discapacidad. No es un eufemismo, no es un rodeo que evita el tabú”.
Cuando, hace unos cuatro años, escribí el guion de Maricón perdido puse en boca de mi yo del pasado, de mi yo con 21 años muerto de miedo tras recibir el diagnóstico de la esclerosis múltiple, una línea de diálogo que decía: “Y hasta puedo acabar en una silla de ruedas”. Rodamos esa escena unos meses después —cuando yo ya me movía en una silla de ruedas eléctrica— y tuve muchas dudas, pensé incluso en cambiarla. Porque lo que yo escribí, lo que recordaba haber pensado treinta años atrás, ya no se correspondía con lo que pensaba y vivía en el momento actual. En ese momento del rodaje, cuando el actor que me interpretaba auguraba una evolución dramática de la enfermedad hasta “acabar en una silla de ruedas” yo ya sabía que en una silla de ruedas no se acaba; se sigue, se avanza, nos movemos. Pero lo rodamos así, porque así de equivocado estaba entonces y quería contar la verdad de cómo fue.
Volviendo a la visión cuántica de la discapacidad, estas semanas de debate a propósito del cambio constitucional, he convivido con mi yo disminuido físico de la Constitución del 78 y con mi yo discapacitado de la de 2024. He entendido que las palabras nos llevan a lugares precisos, nos señalan caminos muy distintos y a veces nos acercan a quienes somos, a una identidad que no nos minusvalore y nos muestre con qué elementos tenemos que contar: con nuestra discapacidad y la incapacidad de los demás para entender que el léxico es importante pero no basta, que también necesitamos rampas con la inclinación correcta, Metro accesible, lavabos adaptados, viviendas habitables… y la certeza administrativa de que se nos espera en los espacios públicos, profesionales, culturales, de ocio y de socialización. Porque en este caso, y sin que sirva de lema genérico, no se trata de quiénes somos, sino de qué tenemos. No somos minusválidos, ni disminuidas, pero tampoco discapacitados, discapacitadas, discapacitades; somos personas con discapacidad. Y con muchas cosas más e iguales derechos. Ojalá.