Tribuna

Al otro lado del abismo

España vive un momento donde se están violentando las costuras de nuestra democracia liberal, pero también asiste a una oportunidad para activar de una vez la agenda de regeneración institucional

NICOLÁS AZNÁREZ

¿Estamos en un momento de quiebra moral? Se lo preguntaba José Luis Pardo en una excelente tribuna, un texto donde describía los presuntos desmanes morales del PSOE y del Gobierno en acciones que, sin ser ilegales, parecían “contrarias a la moralidad pública en la que se encarna el espíritu de las leyes”. El listado es conocido (la ley de amnistía, la investidura, la reforma del Código Penal), como podría serlo el equivalente al otro lado de la bancada. Pero resulta tentador jugar con la pregunta ...

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¿Estamos en un momento de quiebra moral? Se lo preguntaba José Luis Pardo en una excelente tribuna, un texto donde describía los presuntos desmanes morales del PSOE y del Gobierno en acciones que, sin ser ilegales, parecían “contrarias a la moralidad pública en la que se encarna el espíritu de las leyes”. El listado es conocido (la ley de amnistía, la investidura, la reforma del Código Penal), como podría serlo el equivalente al otro lado de la bancada. Pero resulta tentador jugar con la pregunta que inicia este texto y planteársela desde otra perspectiva, la de las implicaciones de encerrar cuestiones que, nos guste o no, pertenecen al mundo de la política bajo categorías morales, lo que nos arrastra a una conversación inevitablemente maniquea que es el caldo de cultivo para la emergencia de los populismos. El populismo desplaza la política por un mundo ordenado en opuestos morales excluyentes: el buen pueblo frente a la casta, por ejemplo.

A pesar de que la referencia que Pardo utiliza es Montesquieu, la idea de la moral pública como sustentadora del contrato social y punto de unión de los ciudadanos recuerda más bien a Rousseau, quién desarrolló el concepto de comunidad política con un sentido casi metafísico, como unión moral y punto de confluencia de todos los intereses ciudadanos. Previsiblemente, para asegurarse de que ese basamento moral sostenía la idea de su contrato social, manteniendo el espacio público unificado y homogéneo, Rousseau proponía expulsar a las mujeres para evitar así que los debates estuvieran guiados por la invocación de sentimientos, intereses particulares o necesidades físicas que socavaran la unidad, pureza y generalidad de su loable ideal republicano. Y, sin embargo, el problema de esa idea de la moralidad pública como semilla del contrato social no es solo de orden feminista. Resulta problemático sustituir una reflexión que debería ser estrictamente política por ese mundo apacible de las verdades autoevidentes que nos ofrece la moral. Porque es la política, y no la moral, el campo donde se toman esas decisiones que son siempre plurales, dilemáticas e inseguras.

Decía Rafael del Águila que la hipermoralización de la discusión pública deviene en una suerte de economía reflexiva para el ciudadano, donde el bien y el mal están perfectamente delimitados y la razón y la confusión se pueden articular y distinguir de forma tan nítida que podamos ratificar nuestros prejuicios, aunque es improductiva para la democracia. Al hacer desaparecer del horizonte la inseguridad inherente a todo dilema político, evitamos que el ciudadano acceda a un mundo más complejo en el que las decisiones tienen costes y sacrificios. Lo vimos durante el procès, cuando el debate entró en una lucha maniquea entre la bondad y la maldad, la luz y la oscuridad (“el Gobierno español amenaza a la buena gente de su propio Estado”, como dijo Forcadell) evitando la rendición de cuentas y propiciando el traslado de la disputa de proyectos y razones hacia la descalificación moral de la humillación o la traición. Todo queda, así, en el terreno de la victoria o la derrota, de la demonización de un adversario con quien es inmoral transaccionar. En fin, el Apocalipsis.

Es cierto que las democracias liberales se sostienen sobre intangibles, esos principios y valores que las distinguen de las autocracias. Por eso mismo deben gestionar la diversidad de doctrinas morales que, necesariamente, coexisten en un régimen democrático constitucional. Eso que John Rawls, evitando con elegancia cualquier consideración metafísica, denominó “pluralismo razonable” es algo distinto de esa moralidad pública que podría quebrarse por un cúmulo de decisiones políticas desafortunadas. Cuando Feijóo habla de la dignidad de España y de la humillación de nuestra democracia proporciona esa economía reflexiva que le deja las cosas claras al ciudadano: este es el bien, aquel el mal. Porque, si alguien afirma sentirse humillado, ¿cómo rebatirlo? Los interlocutores se mueven en planos distintos: el racional frente al emocional. Análogamente, si describimos el campo político como una batalla de visiones morales contrapuestas donde, para evitar el triunfo de las fuerzas reaccionarias, es imperativo levantar un muro de contención, como hizo el presidente Sánchez en su discurso de investidura, estamos negando otra norma básica en democracia, la posibilidad de tolerancia mutua, lo que Levitsky y Ziblatt describieron como “el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos”.

Es evidente que la amnistía es un tema espinoso con el que el Gobierno no se siente cómodo, y que, además de reconocer que se ha pactado para lograr la investidura, merecería una amplia explicación de orden político y no ese nímio “lo hemos hecho para evitar que gobierne Vox”. La amnistía debería poder defenderse por sí misma, sopesando razones de orden político (la estabilidad, la convivencia, la seguridad), y rebatirse con equivalentes razones de orden político. Dichas razones deberán juzgarse por sus consecuencias, no por un difuso principio moral. Nos gusten o no, el tiempo dirá si fueron malas en términos de la convivencia en España, de la crispación o la polarización. Será políticamente como habremos de evaluar las consecuencias de rebajar el coste de una amnistía en España cuando llegue la alternancia en el poder. Y nótese que aún no he hablado de reprobación moral alguna. Probablemente las haya, pero conducen a un callejón sin salida.

Algo parecido ocurre cuando la reflexión jurídica trata de sustituir a la política: ambas son necesarias en democracia, pero al solaparse se convierten en disfuncionales. “El razonamiento judicial es un razonamiento sobre principios y no se fatiga con consideraciones de prudencia política”, decía Rafael del Águila, y añadía: “la posición que ocupa el juez en nuestros sistemas le hace políticamente no responsable, con lo que puede ejercer ese desprecio olímpico por las consecuencias típicas de la reflexión impecable”. En su tribuna, el profesor Pardo viene a afirmar que el problema de una ley como la de la amnistía es que quebraría la moral pública aunque sea declarada legal por un tribunal. Pero si, como también afirma, el derecho responde a valores morales y la moral pública está recogida en la ley, entonces serán los jueces quienes deberán decidir si tal quiebra moral ha existido.

El filibusterismo del Senado, la tensión de los procedimientos institucionales, el bloqueo de órganos constitucionales, la ley de amnistía, son cuestiones complejas que señalan importantes crisis de fondo. Los últimos informes de la Comisión Europea sobre nuestro Estado de derecho subrayan la necesidad de la renovación del CGPJ y ya han advertido que vigilan la futura ley de amnistía. Todos estos temas merecen por sí mismos análisis separados, pero si algo los une no es la quiebra de la moral pública. En esta especie de largo procès repetido, lo que vivimos en España es un momento donde se están violentando las costuras de nuestra democracia liberal, tensionando sus guardarraíles. Si el principio mayoritario es más importante que el respeto a los procedimientos, al Estado de derecho o a la separación de poderes, como parece que se afirma últimamente, es evidente que hay cuestiones que están horadando nuestro núcleo liberal, con causas profundas y responsables múltiples. Pero también lo es que existe una oportunidad para el momentum liberal, para activar de una vez la agenda de regeneración institucional. Ello haría más verosímil el argumento del PSOE de querer luchar contra la ultraderecha, cumplir la Constitución y revitalizar el prestigio de las instituciones con nombramientos fuera de toda duda partidista; o las declaraciones de centrismo de un PP que debería dejar de incumplir sus obligaciones constitucionales. Y hay también, no lo olvidemos, una oportunidad para dar la batalla en los medios de comunicación frente a los políticos de todo cuño, la oportunidad de ser críticos y constructivos para tirar hacia el otro lado del abismo.

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