Qué mira usted

El mundo siempre ha sido un poco hostil, pero hay temporadas en las que la agresividad alcanza niveles del todo indeseables

Una automovilista enfadada discute con otra persona, en el Reino Unido.Guy Smallman (Getty Images)

Hay días en los que la gente sale a la calle como con ganas de pelea. Miras a tus contemporáneos en sus coches a las siete de la mañana, conduciendo en dirección al trabajo y algunos dan miedo. Están deseando que les roces un poco para salir del automóvil con un bate de béisbol. El mundo siempre ha sido un poco hostil, pero hay temporadas en las que la agresividad alcanza niveles del todo indeseables. A primera hora, en la radio, deberían informar del grado de beligerancia ambiental igual que informan de la temperatura real y de la imaginaria, pues la sensación térmica no siempre se correspond...

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Hay días en los que la gente sale a la calle como con ganas de pelea. Miras a tus contemporáneos en sus coches a las siete de la mañana, conduciendo en dirección al trabajo y algunos dan miedo. Están deseando que les roces un poco para salir del automóvil con un bate de béisbol. El mundo siempre ha sido un poco hostil, pero hay temporadas en las que la agresividad alcanza niveles del todo indeseables. A primera hora, en la radio, deberían informar del grado de beligerancia ambiental igual que informan de la temperatura real y de la imaginaria, pues la sensación térmica no siempre se corresponde con lo que señala el termómetro.

Me pregunto si el cabreo latente que yo percibo a veces en la calle o en los telediarios es el producto de la proyección de mi propio descontento. No es fácil hallar la frontera entre el malestar propio y el de los demás cuando se vive en grandes concentraciones urbanas. Ayer, en el metro, un hombre se enfadó con otro porque le miraba mal.

―Usted perdone, pero ni siquiera me había dado cuenta de que le estaba mirando ―respondió pacíficamente el agredido―.

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A veces, una mirada perdida se posa sin querer en un rostro con resultados fatales para la convivencia. Por fortuna, el asunto se resolvió de forma más o menos civilizada, pero hay ocasiones en las que por culpa de los ojos se llega a las manos.

Me fijo mucho en la gente con la mirada perdida, que suele ser tranquila porque bastante trabajo tiene con encontrarla. Esta mañana iba yo por la acera, sin meterme con nadie, cuando mis ojos repararon en la matrícula de un coche cuyo número me recordó al del teléfono de mis padres cuando aún vivían. En esto, llegó el dueño del automóvil y me preguntó qué rayos miraba. Se lo expliqué y el hombre se aplacó enseguida, conmovido por mi evocación. Pero no todo el mundo es tan sensible.

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