Columna

Abducción

No hay manera de salir sin daños propios y a terceros de ‘La Mesías’, y es mucho mejor así. No hay enseñanzas tampoco, cosa que se agradece

Carmen Machi (en el centro), en una imagen de 'La Mesías'.

La serie La Mesías de Javier Ambrossi y Javier Calvo en Movistar (he puesto “Javier Ambrossi y Javier Calvo” en Google y me salen 109.000 resultados, he puesto luego “Javier Calvo y Javier Ambrossi” y me salen 74.300: con estas cositas vamos echando los días) es tan absurdamente buena, tan ridículamente buena, que no merece la pena comentarla. Mírenla y ya está, tampoco hay que darle más vueltas: no s...

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La serie La Mesías de Javier Ambrossi y Javier Calvo en Movistar (he puesto “Javier Ambrossi y Javier Calvo” en Google y me salen 109.000 resultados, he puesto luego “Javier Calvo y Javier Ambrossi” y me salen 74.300: con estas cositas vamos echando los días) es tan absurdamente buena, tan ridículamente buena, que no merece la pena comentarla. Mírenla y ya está, tampoco hay que darle más vueltas: no se puede estar todo el rato convenciendo a alguien, a veces hay que dar órdenes.

Hay dentro muchas lecturas, algunas finísimas. La mía, más gruesa, tiene que ver con la infancia, con lo extraordinariamente duros que son los niños, su impresionante resistencia a las perversiones, los delirios, las vanidades y los complejos de los mayores que los criamos. Cómo puede salir gente normal de ahí después de todo aun con sus taras, cuánto daño tienen que soportar para distinguirlo del dolor de crecer antes de que el mundo les sea revelado en su primera mirada adulta, cuando aparecen, una detrás de otra, cosas que no tenían sentido y empiezan ahora a tenerlo porque les empiezan a doler. Los abducimos, los expulsamos y los abandonamos en algún momento, y reaccionan enteros llevando vidas normales, quizá su mejor venganza.

Estoy en una época intensamente divertida y profundamente trágica: la que precede a la adolescencia de un hijo que te empieza a mirar, aún más, como a un marciano. Y ocurre que no puedo evitar ya ver las cosas desde la mirada de él, que a esta edad ya es capaz de acceder a los mismos contenidos, la misma música y las mismas series que veo yo, él con una mirada limpia y yo con una bastante más cansada ya; veo escenas de esta serie imaginando que la ve él, y qué cosas verá él en ella, y de repente me encuentro dentro de La Mesías jugando a ser mi hijo, y todos los amigos de mi hijo y yo. Ese rebaño de niñas metido en una casona, pastoreados por dos dementes que encuentra poco a poco la luz gracias al interruptor de la imaginación, algo que llevamos dentro y nadie, tampoco Dios, puede extirpar. Y de qué manera aguantan cantando y bailando como las ficciones les enseñan, de qué forma resisten al infierno en vida con el que los sacerdotes amenazan después la muerte: ¿será peor que esos padres y esa vida de encierro y comunión?

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No hay manera de salir sin daños propios y a terceros de La Mesías, y es mucho mejor así. No hay enseñanzas tampoco, cosa que se agradece. Sólo un puñado de niñas aplastadas y una pareja de hermanos mayores debatiéndose entre el asco, el espanto y una esperanza extraña que les mantiene no sólo vivos sino alerta. Que llegan a la edad adulta formidablemente castigados por heridas innombrables, sin el amor de sus padres y separados entre ellos: y, sin embargo, su mundo se sigue moviendo, y no del todo mal para lo que podía haber sido. Que las imágenes religiosas de Irene se vean con más claridad y tensión después de un subidón de ketamina es natural y sigue la lógica escabrosa que relaciona las revelaciones místicas con el rutinario consumo de droga, y algo hay también de eso en La Mesías, una juerga monstruosa de unos padres que, a falta de fabricar éxtasis en una caravana como el enfermo Walter White, encargan la droga a su primer camello, que es Dios con sus habituales problemas de límites del humor.

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