Saber estar

Pudiste ser un ejemplo, y optaste por lo contrario, ante la mirada de millones de mujeres. Y de hombres

Luis Rubiales junto a las campeonas del mundo, el martes durante la recepción del presidente del Gobierno a la selección española, en La Moncloa.JUAN MEDINA (REUTERS)

Saber estar no es tan fácil. Imaginen: consiste en saber cuál es tu sitio y lo que representas y, antes que eso, conocer tu dignidad, con lo difícil que es eso. La dignidad no se exhibe y, sin embargo, se ve. Le pasa lo mismo que a la elegancia aunque, en este caso, ni siquiera hacía falta tanto. La prueba consistía en saber estar, que es un reto al que nos enfrentamos todos en cualquier momento. No porque haya alguien que juzgue, que eso se da por supuesto, pero eso no obliga a nada. Obliga la dignidad: a saber tu lugar, que en ocasiones es el primer nivel y el más expuesto, en el blanco de l...

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Saber estar no es tan fácil. Imaginen: consiste en saber cuál es tu sitio y lo que representas y, antes que eso, conocer tu dignidad, con lo difícil que es eso. La dignidad no se exhibe y, sin embargo, se ve. Le pasa lo mismo que a la elegancia aunque, en este caso, ni siquiera hacía falta tanto. La prueba consistía en saber estar, que es un reto al que nos enfrentamos todos en cualquier momento. No porque haya alguien que juzgue, que eso se da por supuesto, pero eso no obliga a nada. Obliga la dignidad: a saber tu lugar, que en ocasiones es el primer nivel y el más expuesto, en el blanco de las críticas, y en otras consiste tan solo en acompañar, en celebrar desde atrás y, por tanto, de manera sencilla y sincera, usando las manos para aplaudir, sin señalarte aquello que querías emplear como razones cuando, en realidad, no era más que anatomía. Es difícil ver eso, la diferencia entre un argumento y un huevo, porque más complicado que saber estar es saber darse cuenta de lo más obvio.

Saber estar implica que la alegría de verdad se tiene por los éxitos de quienes lo merecen, cuya lucha reconoces y festejas así, sin pretender eclipsar un protagonismo que no es tuyo, porque es suyo, ni llamar la atención con tus gestos. Eso era saber estar, en una final de fútbol o de petanca, en un estadio o donde fuera: reconocer el mérito y, por encima de lo demás, no propasarse ni hacer lo que no tenías derecho a hacer. Has alegado el estado de ánimo, sin ser consciente de que a la euforia o a la tristeza les pasa como le pasaba al huevo: que ni son argumentos ni llegan siquiera a la categoría de excusas. Ser consecuente; eso era: que la igualdad de la que hablabas no se te fuera por la boca o con las manos, que no propagaras que aquellos que ven lo que tú niegas eran unos idiotas y unos tontos que querían chafar el éxito de las jugadoras. De eso, en realidad, ya te estabas ocupando tú.

Saber estar, a estas alturas, implicaba que vieras que la realidad de impunidades que construiste en derredor, en lo más alto del fútbol y con el mundo a los pies, tenía también límites: en la dignidad, antes incluso que en el derecho. Pudiste ser un ejemplo, y optaste por lo contrario, ante la mirada de millones de mujeres. Y de hombres. Llegado ahí, decidiste aguantar la marea, porque quizá creyeras que tampoco fue para tanto, que en esta sociedad de ahora ya no te dejan decir nada y que ni siquiera se pueden dar besos a quien a uno le salga de las partes que exhibe. Encontraste complicidades, como siempre. Aunque igual esta vez no alcanza. Tampoco era muy complicado saber estar, en fin. Y, aún así, debe de serlo más que saber marcharse. La dignidad no se exhibe: se usa.

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