Llorar a los muertos

Para lograr que alguien se acurruque en un sofá y ponga el broche final de la jornada con un atracón de capítulos o de tuits del último ‘true crime’, antes es necesario cierto proceso de deshumanización

Daniel Sancho, detenido por la policía tailandesa, acusado de matar a Edwin Arrieta Arteaga.SOMKEAT RUKSAMAN (EFE)

La muerte nos persigue a todos, indefectiblemente. Y si la muerte propia asusta, las secuelas de la ausencia de los demás son insoportables. No celebrar un logro, un nuevo amor, el nacimiento de un hijo. No volver a organizar una barbacoa de San Juan. Ni comerse las uvas. Ni cocinar la desordenada paella de domingo. Se acabaron los cafés de media tarde, las peleas políticas, el no llamarse durante semanas para llamarse después compulsivamente. Adiós a los whatsapp a deshora y a la última copa. Es el fin para siempre del gozo y la pena de una vida compartida.

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La muerte nos persigue a todos, indefectiblemente. Y si la muerte propia asusta, las secuelas de la ausencia de los demás son insoportables. No celebrar un logro, un nuevo amor, el nacimiento de un hijo. No volver a organizar una barbacoa de San Juan. Ni comerse las uvas. Ni cocinar la desordenada paella de domingo. Se acabaron los cafés de media tarde, las peleas políticas, el no llamarse durante semanas para llamarse después compulsivamente. Adiós a los whatsapp a deshora y a la última copa. Es el fin para siempre del gozo y la pena de una vida compartida.

Twitter —red a la que se podría dedicar el periódico entero, cada día, para contar todas sus maldades y quedarnos cortos— se ha convertido también un lugar íntimo en el que recordar a quienes ya no están. Sin complejos, cada uno llora a sus muertos. Algunos exigen justicia para sus hijos, fallecidos en multitud de situaciones repentinas e incomprensibles: un accidente de tráfico, una enfermedad, una situación de acoso. Muchos han muerto de cáncer. A otros, no sabemos qué les ha pasado, sencillamente no están.

Y los suyos, que les echan de menos, recurren a una red social más dada al linchamiento que al amor para contar su dolor. Comparten fotografías, anécdotas, recuerdos íntimos y sueños no cumplidos… Toneladas de sufrimiento que antes se guardaban en un diario cerrado bajo llave, escondido en un cajón, y que ahora se postean en un universo poblado de desconocidos. Lo que nunca se explicaría al vecino de rellano para no despertar lástima, se grita a los cuatro vientos. Y lo más sorprendente de todo es que la red social, por lo general, devuelve cariño y humanidad.

Una empatía repentina y sorprendente, que se trunca ante cualquier suceso mediático. Hace unos días, escribía un guionista en Twitter que si se tiene cualquier vinculación al true crime, cada vez que se comete un crimen con algún elemento extraordinario, el móvil echa humo. Doy fe. En no pocas veladas, la función del periodista de sucesos, como es el caso de la que escribe, se limita a amenizar la noche con relatos truculentos ante una audiencia embobada y sedienta.

El asesinato de un cirujano colombiano en Tailandia —¿recuerdan el nombre o solo les viene a la cabeza el de su verdugo?— ha hecho las delicias en Twitter. Ya sea como queja del tratamiento mediático, como mofa o por cura curiosidad, el descuartizamiento se ha pasado varios días de un agosto caluroso y cuesta arriba acaparando las conversaciones en la red social. Una derivada más de las desgracias ajenas convertidas en entretenimiento masivo. “Supongo que dentro de 30 años, Netflix hará un documental como el de Alcásser, pero hablando de Daniel Sancho, en el que aparecerán (otra vez) un montón de periodistas explicando —con rostro muy serio— que una cobertura tan delirante jamás podría volver a repetirse”, vaticina el crítico de casi todo y escritor Toni Garcia Ramon.

Los sucesos gustan y entretienen. Pero para lograr que alguien se acurruque en un sofá, cogido de la mano de su pareja, o de una tarrina gigante de helado, da igual, y se disponga a poner el broche final de la jornada con un atracón de capítulos o de tuits del último true crime, antes es necesario cierto proceso de deshumanización. Un alejamiento parcial o total de sus protagonistas, para olvidar que en esas muertes enredadas y siniestras, hay alguien que sufre. Que echa de menos. Que quizá en unos meses o en unos años colgará una fotografía en Twitter, contando su dolor. Y al leerlo sentiremos un escalofrío al recordar que esa muerte, un día, nos entretuvo hasta quedar dormidos.

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