‘Caso Vinicius’: los hinchas racistas prestan un gran servicio a la sociedad
Al mostrarse tan monstruosos, embellecen a quienes no vamos al estadio. “El infierno son los otros”, nos decimos
A Juan Luis Beigbeder le conoce el gran público como personaje de El tiempo entre costuras, de María Dueñas. Militar tan ilustrado como cruel, fue una figura relevante no solo de la historia de España, sino en la de Marruecos, pues de su gestión dependió el protectorado. Beigbeder era un tipo cultísimo que prefería el despacho y la sala de mapas a la vida de cuartel y trinchera. No era uno de esos militares, como Franco, que se ganaban los galones en misiones suicidas, exponiéndose a las balas. Lo suyo e...
A Juan Luis Beigbeder le conoce el gran público como personaje de El tiempo entre costuras, de María Dueñas. Militar tan ilustrado como cruel, fue una figura relevante no solo de la historia de España, sino en la de Marruecos, pues de su gestión dependió el protectorado. Beigbeder era un tipo cultísimo que prefería el despacho y la sala de mapas a la vida de cuartel y trinchera. No era uno de esos militares, como Franco, que se ganaban los galones en misiones suicidas, exponiéndose a las balas. Lo suyo era la historia, la literatura, la conversación refinada y el buen té con menta. Hablaba árabe con fluidez, podía citar versos de poesía clásica en ese idioma y era un apasionado de la cultura marroquí, cuyos usos adquirió como propios: vivía, comía y decoraba sus habitaciones al gusto magrebí. Amigo de jalifas y jefes de las cabilas, conocía a fondo el país y lo amaba con pasión sincera. En su presencia no se hacían chistes de moros. Y, sin embargo, nunca le tembló la mano para mandar tropas y masacrar lo que fuese menester. Ningún rincón de su queridísimo Marruecos estaba a salvo de su fusta.
¿Era Beigbeder un racista? Sin duda. ¿Habría gritado “mono” a Vinicius en el campo del Valencia? Ni pensarlo. Le habría repugnado sobremanera esa turba embrutecida y seguramente habría mandado pasarla a cuchillo, por soez, y luego habría ofrecido un té con menta a Vinicius.
Que el fútbol tiene un problema en las gradas lo sabemos desde hace tiempo, pero es un problema que conviene a la mayoría de la sociedad. Los hinchas racistas hacen un gran favor al resto: al mostrarse tan monstruosos, embellecen a quienes no vamos al estadio. “El infierno son los otros”, nos decimos. Gracias a sus gritos no se nos hace rara la ausencia de apellidos extranjeros entre las élites. No nos sorprende que no haya un solo ministro que proceda de una familia de inmigrantes, y que sean muy pocos entre los escritores o los actores. Tampoco entre los médicos. Paseamos por el centro de las ciudades sin percatarnos de que las placas doradas que anuncian notarios y arquitectos solo tienen grabados nombres más ibéricos que el jamón.
Del mismo modo que nadie diría que Beigbeder era un racista, los españoles podemos pasar por civilizados ciudadanos de una sociedad abierta que contemplamos, como hacía aquel general africanista, desde unos despachos a los que los inmigrantes solo entran para pasar la mopa. Gracias a los hinchas de Valencia, no tenemos que pensar en esas cosas. Los racistas son ellos.