Institucionalidad e ideología
Las expansiones públicas de la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, vulneran los códigos básicos de la comunicación institucional
Al menos han sido tres las intervenciones públicas protagonizadas por Ángela Rodríguez que han provocado una oleada de reacciones críticas incluso en su propio entorno político. Cada una de esas intervenciones de la secretaria de Estado de Igualdad, y por tanto número dos de Irene Montero, contenía una suerte de disonancia contra la institucionalidad exigible a un miembro del Gobierno de la nación. La cancioncita sobre si debía o no debía haber abortado la madre de Santiago Abascal, ...
Al menos han sido tres las intervenciones públicas protagonizadas por Ángela Rodríguez que han provocado una oleada de reacciones críticas incluso en su propio entorno político. Cada una de esas intervenciones de la secretaria de Estado de Igualdad, y por tanto número dos de Irene Montero, contenía una suerte de disonancia contra la institucionalidad exigible a un miembro del Gobierno de la nación. La cancioncita sobre si debía o no debía haber abortado la madre de Santiago Abascal, que publicó en sus redes sociales durante la manifestación del 8-M, no cabe entre las funciones comunicativas de una secretaria de Estado. La naturaleza necesariamente transitoria de un Gobierno democrático aconseja no olvidar nunca que el ejercicio del poder responde a unas mayorías frágiles o sólidas, pero que el Gobierno gobierna para todos los ciudadanos, también para quienes no lo han votado o para las opciones muy alejadas de su sensibilidad política. El modo de concebir el ejercicio del cargo por parte de Ángela Rodríguez la conduce de forma abiertamente reprobable a obviar que no habla solo por su boca, su historia, su biografía y su sexualidad, sino también por boca de un Gobierno de coalición en el que concurren al menos dos partidos —más el apoyo de unos cuantos más— y que representa a todos los españoles.
La legislación impulsada por su ministerio tiene un calado histórico que atañe a toda la ciudadanía al amparar a una parte de la población que ha sido maltratada tradicionalmente, no solo en términos de derechos, sino en términos de vejaciones públicas y violencia física —como es la ley trans—. Pero también la ley del solo sí es sí constituye un avance a la vanguardia de la legislación europea en múltiples aspectos que hasta esa ley no estuvieron ni recogidos y a menudo ni siquiera identificados. Que una secretaria de Estado defienda las posiciones de sus leyes como si estuvieran dirigidas únicamente a su votante más fiel devalúa y hasta banaliza la trascendencia efectiva de la obra de un Gobierno que piensa y actúa para garantizar los derechos de toda la población. Su propensión al saludable ejercicio del humor, a menudo corrosivo o sarcástico, y óptimo para el activismo político, colisiona de manera frontal con la función que espera la mayoría de la población de una secretaria de Estado, y a veces parece olvidar que su audiencia real son 47 millones de españoles y no solo quienes decidieron decantar su voto hace tres años por la papeleta de Unidas Podemos. La falta de profesionalidad que delata esa conducta sabotea la propia obra de gobierno por ignorar los códigos de comunicación básicos de la política institucional: ese comportamiento solo redunda en detrimento de la acción del Gobierno y, en última instancia, va contra la aclimatación social de una legislación necesaria.