Brasil, mucho más que un Mundial

No todo el país apoya a la selección favorita para llevarse la Copa del Mundo porque sus colores los ha envenenado la política

Un pasacalles reza "No es política, es la Copa del Mundo", el pasado 16 de octubre en Belo Horizonte.DOUGLAS MAGNO (AFP)

Brasil ha iniciado este nuevo Mundial de fútbol en un clima especial. No se trata solo de que el pentacampeón, que aparece de nuevo como favorito en casi todas las quinielas, pueda volver a ganar el trofeo. Esta vez es algo más, porque la pasión del fútbol se abraza con la de la política. El Mundial, de ganarlo o perderlo, estará inequívocamente abrazado a la agitada situación política y social que vive el país. Y ello por muchas razones.

No hay duda que el ganador de la...

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Brasil ha iniciado este nuevo Mundial de fútbol en un clima especial. No se trata solo de que el pentacampeón, que aparece de nuevo como favorito en casi todas las quinielas, pueda volver a ganar el trofeo. Esta vez es algo más, porque la pasión del fútbol se abraza con la de la política. El Mundial, de ganarlo o perderlo, estará inequívocamente abrazado a la agitada situación política y social que vive el país. Y ello por muchas razones.

No hay duda que el ganador de las elecciones, el exsindicalista y extornero Lula da Silva, que hasta ha creado un lenguaje político plasmado en el léxico futbolístico, está interesado, como nadie, en ganar el Mundial. Sería una forma de ganar doblemente las elecciones. Al revés, su contrincante y enfurruñado con la derrota política, Jair Bolsonaro, reza para que Brasil –léase Lula– pierda el Mundial.

Esta vez, la competición, al contrario de otras veces, no es apoyada por toda la nación porque ha sido envenenada por la política. Como es sabido, en Brasil los colores del equipo son los de la bandera nacional, el verde y amarillo. Se trata, sin embargo, de dos colores de los que la extrema derecha golpista se ha adueñado. Verde y amarillo son hoy los colores del derrotado, Bolsonaro, y hasta aparecen como peligrosos en las disputas callejeras hasta el punto que se piensa en poder cambiar los colores de la bandera nacional para desintoxicarla de sus ribetes fascistas.

Y si es cierto que es imposible separar la bandera nacional del mundo onírico del fútbol, hoy también es difícil no confundirla con los aires neofascistas del bolsonarismo raíz que no ha muerto con la derrota en las urnas, y que intenta reorganizarse para volver al poder apoyado por los nuevos movimientos sísmicos de la política de extrema derecha que agitan al mundo.

He vivido varios campeonatos mundiales aquí en Brasil y he participado de la fiesta nacional que se desarrollaba en todo el país, solo comparable con la euforia festiva de los carnavales. Este año todo es diferente, ya que la típica euforia futbolística se confunde con la rabia política que divide al país.

Si la izquierda, que con Lula ha ganado las elecciones y destronado al extremista de derechas, sueña con ganar el campeonato como un símbolo más de que las cosas han cambiado en el país, la ultraderecha, en la que Bolsonaro parece negarse hasta a pasar el fajín de mando al nuevo presidente, prefiere perder con tal que el extornero y sus seguidores no tengan ese privilegio y alegría.

Si es verdad que la ultraderecha que ha perdido las elecciones preferiría también perder el Mundial para no ver el trofeo en manos de Lula, lo cierto es que de algún modo o por muchos a la vez, este Mundial, al revés de los anteriores, ha sido ya envenenado. Ello porque se ha mezclado con la violencia que la ultraderecha ha generado en el país donde, triste paradoja, crea hasta miedo ver expuesta la bandera nacional en el balcón de una casa o en el parabrisas de un coche.

Los mismos jugadores, los ídolos de los hinchas de fútbol, con sus recientes declaraciones a favor o en contra de Bolsonaro, que es como estar a favor o en contra de la democracia, se presentan esta vez en el Mundial envueltos en ácidas polémicas que despojan al acontecimiento de sus atávicas características de fiesta nacional.

En los cinco campeonatos ganados del Mundial, todo Brasil, desde el santuario económico de la Bolsa a la última barraca de las favelas, a cada gol se escuchaba un solo grito de alegría y de orgullo. Era un Brasil abrazado en una misma ilusión nacional.

Hoy las cosas han cambiado y el Mundial no ha acaparado la carga de ilusión, de felicidad, de ilusión y de unidad de los tiempos pasados. Ha cambiado la bandera, ha cambiado el clima nacional hoy envenenado por la política y hasta el balón aparece, en vez de ser redondo, más bien con aristas y colores que evocan más desánimo que entusiasmo.

Aunque Brasil es siempre Brasil y ante el balón y sus misterios es posible que si consigue su sexto triunfo mundial, la gente sea capaz de olvidarse hasta de los colores de la bandera para una celebración nacional, dándole una patada, por unos instantes, a la rabieta política que lo aflige. Y es que también aquí en Brasil, o sobre todo aquí, el fútbol es siempre fútbol, es decir, es algo más que un balón rodando.

Pues eso.

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