No seas ‘macarrones con tomatico’
La distracción no es un capricho, es una necesidad. Está feo menospreciarla. Y no hay nada más triste que empacharse con tuits de gratificación instantánea
Ya sé qué es el Twitter macarrones con tomatico. Confieso que llevaba algún tiempo viendo esa expresión repitiéndose y, aunque no me inquietaba tanto como para salir y ponerme a googlearla, cada vez que leía críticas aludiendo a “macarrones con tomatico” en tuits citados o subtuits sibilinos, me preguntaba: ¿De qué habla esta gente? ¿Qué me he perdido en este desdén al carbohidrato? ¿Acaso es esta otra sutil forma de internet de hacerme sentir vieja?
Despejé el enigma hace unos días, escuchando a la periodista especialista en tendencias digitales Janira Planes en ...
Ya sé qué es el Twitter macarrones con tomatico. Confieso que llevaba algún tiempo viendo esa expresión repitiéndose y, aunque no me inquietaba tanto como para salir y ponerme a googlearla, cada vez que leía críticas aludiendo a “macarrones con tomatico” en tuits citados o subtuits sibilinos, me preguntaba: ¿De qué habla esta gente? ¿Qué me he perdido en este desdén al carbohidrato? ¿Acaso es esta otra sutil forma de internet de hacerme sentir vieja?
Despejé el enigma hace unos días, escuchando a la periodista especialista en tendencias digitales Janira Planes en Extremadamente online, su sección en el podcast Tardeo. Allí explicó a Andrea Gumes que los tuits macarrones con tomatico “son esas publicaciones en internet que son muy básicas y que sabes que van a gustar a todos. Con las que todo el mundo te va a dar like. Como tuitear: “La pizza sin piña, ¿sí o no?”. Ah, claro. Macarrones con tomatico. Qué gran concepto. Ahora ya lo entiendo. Es hacer un tuit tan de cajón como para que vuele altísimo sin que apenas ofenda. Esas cuentas que crecen en redes con frases grimosas de 0,60.
Hablar de tuits que son macarrones con tomatico me parece mucho más saleroso que el “colapso del contexto”, la misma idea —pero en plan serio, la digna del canon académico— que acuñó la especialista en redes Dana Boyd y que tanto se ha repetido en la última década para argumentar la falta de audacia en la conversación digital. Boyd codirigió un estudio con Alice E. Marwick en el que probaron que aquellos que más habían crecido en Twitter y que más éxito cosechaban eran los que ya no se molestaban en imaginar a su público. Que los triunfadores habían sido los que se autocensuraban para lanzar un mensaje al vacío capaz de conectar con grupos tan heterogéneos y dispares como son los familiares, compañeros de trabajo con pulsiones fascistas o los fans de las comedias románticas. El hundimiento de contexto es arrasar aplicando lo que Boyd estipuló como “el mínimo común denominador”, un pensamiento tan permeable y facilón que nos limita a tratar temas banales pero imán de me gusta sin importar la burbuja a la que se dirija. La tortilla siempre con cebolla. La natación es el deporte más completo. No dejes que tus lágrimas te impidan ver el sol.
En 2018, la activista Veronica Barassi escribió en un ensayo sobre la autorrepresentación política de Twitter que “la censura online se aplica mediante el exceso de contenido banal que distrae a la gente de cuestiones serias o colectivas”. No se equivocaba. Sí lo hacen aquellos —perciban, por favor, el énfasis en este masculino genérico— que quieren contradecirla. Esos abusones que gritan “¡cobarde!” a quien se refugia en un candado o barre de su vista a quienes le violentan la vida. No es censura generar espacios seguros frente al acoso selectivo de las voces disidentes de la norma. Sí lo es el pegajoso suplicio de encontrarse atrapada sin remedio en el eterno debate del Nesquik y el ColaCao, o si es mejor dormir con edredón que vivir sometido al calor.
No solo pasa en Twitter. Vivimos enfangados entre columnas, reportajes y hasta cierres de telediario que son puros macarrones con tomatico. Abuelos cosificados para alegrarnos la sobremesa. Textos de gratificación instantánea hechos para replicarse sin cuestionarnos la vida. Reivindicaciones virales que se creen subversivas, pero que están concebidas para nunca mirar a las de afuera y únicamente dar vueltas sobre nosotras mismas.
Llevamos el suficiente tiempo colisionando con nuestra personalidad virtual como para haber entendido que la distracción no es un capricho, es una necesidad. Está feo menospreciarla. Por eso no hay nada más triste que entrar a Twitter y acabar, otra vez, empachada por un atracón involuntario de macarrones con tomatico.