Convalecer

Me pregunto quién nos cuida. Y me digo lo que siempre supe: nadie. Nos cuidamos solos

Un sanitario asiste a un enfermo de covid-19 en el Hospital Clinic de Barcelona, en diciembre de 2021.Albert Garcia

Desde hace días vivo la vida del convaleciente. Es una vida rara para alguien que, como yo, funciona a velocidades fuertes. Hay momentos de laxitud feliz: la rutina de la cena preparada por el hombre con quien vivo, las pequeñas tiranías: gritar, mientras se pasa la página número 125 de una novela divina, “¡¿Me traés galletitas de las que me gustan cuando vayas al supermercado?!”. Es un regreso con gloria a la posición de quien pide sin culpa. Los días comienzan con...

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Desde hace días vivo la vida del convaleciente. Es una vida rara para alguien que, como yo, funciona a velocidades fuertes. Hay momentos de laxitud feliz: la rutina de la cena preparada por el hombre con quien vivo, las pequeñas tiranías: gritar, mientras se pasa la página número 125 de una novela divina, “¡¿Me traés galletitas de las que me gustan cuando vayas al supermercado?!”. Es un regreso con gloria a la posición de quien pide sin culpa. Los días comienzan con la constatación agradable de que los síntomas remiten, de que el cuerpo se llena de una energía fosforescente. Pero hay momentos de franca desesperación, cuando la tos vuelve, cuando el fantasma de la fiebre desaparecida clava su garra, cuando el cansancio pone su maquinaria en funcionamiento apenas dos horas después de haber despertado. Ahora vivo esta rutina tonta mientras amigas y amigos de todas partes me preguntan cómo estoy. Me confunde ese cariño hacia alguien como yo, tan reticente, tan arisco, tan fantasmal. Dos veces por día hablo con mi padre por teléfono. Él también convalece: quiso cruzar una empalizada, se cayó, se dañó el hombro. Deberá tener el brazo derecho inmovilizado por unas semanas. Somos como un puente generacional dañado en sus dos extremos. Me cuenta de sus contorsiones para ponerse camisas, de sus estrategias para lavarse los dientes con la mano izquierda. Me escucha: ”Hoy tengo fiebre, ayer no”; lo escucho: “Hoy me dolió menos”. Recuerdo las enfermedades de la infancia, cuando mi madre aparecía a cada rato en el cuarto para preguntar si quería caldo, o más revistas, o unos libros, siempre con el rostro convincente de quien transmite un mensaje claro: “Yo soy tu remedio, vas a estar bien”. Pero mi madre ha muerto. Ahora, cada vez que hablo con mi padre, pienso que estamos viviendo a la intemperie y me pregunto quién nos cuida. Y me digo lo que siempre supe: nadie. Nos cuidamos solos.

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