Cartas

Al rito diario de abrir la portezuela del buzón lo acompañaba con frecuencia un pinchazo gozoso de sorpresa. Hoy día el cartero solo trae facturas en sobres con ventana, propaganda, un periódico al que estoy suscrito y poco más. Nada, desde luego, que vaya a marcar una cesura en mi vida

Un cartero distribuye el correo en un edificio de Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

Curado de nostalgia, me he desprendido de muchos objetos. Todo fue empezar con las reliquias de la niñez, los juguetes, los trebejos escolares y una infinidad de pequeños tesoros que me ponían los dedos pringados de melancolía. La conciencia de nuestra caducidad enfrió mi empeño de conservar pertenencias del pasado; pero las cartas recibidas las guardo ordenadas en cajas. Antes de la era digital me llegaban en abundancia. Al rito diario de abrir la portezuela del buzón lo acompañaba con frecuencia un pinchazo gozoso de sorpresa. Hoy día el cartero solo trae facturas en sobres con ventana, prop...

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Curado de nostalgia, me he desprendido de muchos objetos. Todo fue empezar con las reliquias de la niñez, los juguetes, los trebejos escolares y una infinidad de pequeños tesoros que me ponían los dedos pringados de melancolía. La conciencia de nuestra caducidad enfrió mi empeño de conservar pertenencias del pasado; pero las cartas recibidas las guardo ordenadas en cajas. Antes de la era digital me llegaban en abundancia. Al rito diario de abrir la portezuela del buzón lo acompañaba con frecuencia un pinchazo gozoso de sorpresa. Hoy día el cartero solo trae facturas en sobres con ventana, propaganda, un periódico al que estoy suscrito y poco más. Nada, desde luego, que vaya a marcar una cesura en mi vida.

Por ahí andará una carta de finales de los setenta en que Francisco Brines me aconsejó sin miramientos que renunciase a la poesía. Tan malo debió de ser el poema que le envié. Jaime Gil de Biedma me sugirió que concibiese los versos en su relación con el conjunto y no como piezas sueltas con pretensiones de brillo propio. Juan Larrea me abrumó con una lección mecanografiada y Rafael Morales me prodigó en reiteradas ocasiones su amistad por escrito.

Ahora recibo textos a cada rato en aplicaciones de mensajería y en el correo electrónico, pero no es lo mismo. Son comunicaciones escuetas, funcionales, salpicadas a menudo de abreviaturas y dibujitos. Me queda, por suerte, un corresponsal con quien mantengo desde hace décadas un sostenido intercambio epistolar que nos permite la confidencia mutua, el repaso de lecturas recientes, el comentario de actualidad, el chisme jugoso, la crónica de los últimos achaques... Gracias a él me dura el gusto de mirar cada día dentro del buzón. Por él conservo un viejo abrecartas que reposa sobre el escritorio y poco a poco se va pareciendo más a un puñal anacrónico que a lo que en realidad es.

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