Pagarán (demasiados) justos por pecadores

No importa el tema, lo esencial para el presidente es impedir que sus adversarios utilicen los estallidos de la realidad en su contra

Elementos del Ejército Mexicano realizan rondas de vigilancia en la zona donde asesinaron a dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en Cerocahui, Chihuahua.Luis Torres (EFE)

Para Andrés Manuel López Obrador cada evento, suceso o noticia se reduce a una batalla que ha de ganar. Trátese de la escasez de gasolina, de la imposición de condiciones en la venta de energía o de defender a un fiscal general de la República que privilegia su agenda familiar.

No importa el tema, lo esencial para el presidente es impedir que sus adversarios utilicen los estallidos de la realidad en su contra. Incluso en...

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Para Andrés Manuel López Obrador cada evento, suceso o noticia se reduce a una batalla que ha de ganar. Trátese de la escasez de gasolina, de la imposición de condiciones en la venta de energía o de defender a un fiscal general de la República que privilegia su agenda familiar.

No importa el tema, lo esencial para el presidente es impedir que sus adversarios utilicen los estallidos de la realidad en su contra. Incluso en dolorosos episodios en donde pierden la vida misioneros de edad avanzada muertos a tiros por un desquiciado criminal, como ha ocurrido esta semana en la sierra Tarahumara.

Porque la clave del gobierno de AMLO es que él tiene un plan de nación, que éste es inatacable, y que cualquier bache en el camino es eso, cuando mucho una molestia pasajera, ruido mediático alimentado artificialmente por sus oponentes y, sobre todo, circunstancias a desestimar porque incluso ante errores catastróficos, muertes absurdas o masacres, la transformación ha de triunfar así demasiados justos paguen por los pecadores.

Y es que López Obrador no se ve a sí mismo en el uniforme de un bombero que ha de tratar de extinguir cuanto incendio prenda en un país de hojarasca como es el México que durante lustros pidió a gritos le dejaran gobernar.

Él sabe que si intentara sofocar los problemas emergentes el sexenio se le iría en eso, y su agenda presidencial quedaría en un segundo plano. Sería un gobierno más, no una revolución pacífica como él se ha prometido.

Con la misma resolución que usó siempre para sobreponerse a las derrotas en su larga vida de opositor, como gobernante ha emprendido una marcha para implantar proyectos y políticas sin atender ni las sugerencias ni las críticas que argumentaban que sus planes resultarían fallidos o su éxito era cuestionable. Y al correr de los años, cuando emergen los costos de las insuficiencias o los despropósitos de sus iniciativas, se refugia en el ensimismamiento de quien no acepta errores así sean evidentes.

A más de dos meses de inaugurado, por ejemplo, el aeropuerto Felipe Ángeles no despega como opción para la megalópolis; y a unos días de una ceremonia que promulgará el nacimiento de una nueva refinería lo único cierto es que hasta el presidente ha reconocido en estos días que la planta ubicada en Dos Bocas costará más --mucho más, el doble según reporte de Bloomberg--, de lo que él prometió.

Son imágenes que capturan tempranas deficiencias de proyectos emblemáticos del tabasqueño, defectos ciertamente anunciados desde el principio por expertos y opositores.

Y si agregamos el Tren Maya, iniciado sin permisos ambientales, detenido judicialmente en un importante trayecto por potenciales daños al ecosistema, y en el que incluso se ha cambiado de encargado y de contratistas, al punto de meter al Ejército al rescate de dos tramos, tenemos una radiografía de la disfuncional gestión de AMLO.

Pero hay otros proyectos gubernamentales en donde los costos se miden en algo más que miles de millones de pesos, saldos negativos que la ciudadanía paga con enfermedad –como ha ocurrido con el desabasto de medicamentos o el manejo de la pandemia--, sangre, miedo y, en ocasiones como el asesinato de los jesuitas ocurrido el lunes, en indignación.

México lleva décadas sumido en un baño de sangre. México es un país, desde mucho antes del sexenio, donde, citando palabras que el activista y académico Jacobo Dayán publica cada noche en Twitter, “se perpetran crímenes de lesa humanidad con absoluta impunidad”. México, finalmente, ha fracasado a lo largo de todo el siglo al construir un sistema de justicia que garantice que eventualmente saldremos del pantano de violencia y del hoyo de la impunidad que asuelan a la nación.

Ese es el contexto adecuado para enmarcar el asesinato de los jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar, muertos a tiros en Cerocahui el lunes al intentar socorrer a Pedro Palma, un guía de turistas ultimado también por el líder criminal que de tiempo atrás impone condiciones en Urique, parte esencial de la Tarahumara.

La raíz del problema que causó la muerte de los dos ancianos misioneros en su iglesia es profunda. Desterrarla pasaría por fortalecer policías, fiscalías y jueces de los estados y la Federación. Por mejorar la coordinación entre esas instancias. Por erradicar la corrupción de esas dependencias. Por tomarse en serio cada uno de los crímenes para extinguir la impunidad que procrea más delitos. Y, nos dice el presidente López Obrador, por desterrar la pobreza que engulle los sueños de los jóvenes que en su marginación optan por servir al, y servirse del, crimen.

Andrés Manuel está convencido de que sus programas sociales lograrán el milagro de la pacificación. Que esa es la piedra angular de la seguridad. Lo reiteró esta semana, cuando por primera vez en muchos meses, en la prensa y en las redes sociales se expresaba una indignación generalizada por la absurda muerte de los jesuitas de la Tarahumara.

Bajo un alud de cuestionamientos por su resistencia a revisar la estrategia de seguridad, el viernes AMLO sacó a relucir su último libro, en donde a mitad del camino sexenal insiste que “siempre se había apostado a la coerción, y nosotros, en cambio, estamos convencidos de que, como sostenía John Kenneth Galbraith, la delincuencia —fíjense lo que decía— la delincuencia y la convulsión social de nuestras grandes ciudades son producto de la pobreza y de una estructura de clases corruptas, que ignora o menosprecia a los pobres.

“La solución actualmente aceptada —así el pensamiento dominante— son las medidas policiales, el confinamiento de los individuos de tendencias criminales y la lucha cara y fútil contra el narcotráfico. Aun plazo más largo o más allá de cualquier plazo, la solución más humanitaria, improbablemente la menos cara, es acabar con la pobreza, que induce al desorden social. Sin embargo, los paisanos de este gran economista se extrañaron mucho y hasta se burlaron, y lo siguen haciendo, cuando dije y repito, abrazos no balazos”.Es cierto que además de sus programas sociales el presidente creó una guardia nacional, de extracto militar, del triple del tamaño de lo que fue la Policía Federal, el esfuerzo que en este renglón emprendieron los gobiernos de los últimos cuatro sexenios. De forma que el plan consiste en programas sociales para las familias y los jóvenes pobres, en la instalación de un cuerpo militarizado que se despliegue a lo largo y ancho del país en decenas de cuarteles fijos, y en una reunión matutina de coordinación federal para combatir el crimen.

Esas son las tres patas de la estrategia para abatir la inseguridad. Eso, y el discurso presidencial de que nadie antes como él y los suyos habían trabajado en el tema, y de que a pesar de lo que digan los medios y los expertos, las estadísticas de homicidios han comenzado a bajar y con ello se estaría probando que López Obrador tiene razón y es solo cuestión de tiempo para la paz.Mas diferentes escenas de muerte y de poderío criminal retan el triunfalimo gubernamental. Aunque el presidente proclame que el tiempo de las masacres ha terminado, cada día las noticias de diferentes regiones hablan de asesinatos que se acumulan hasta 84 diarios, la cifra promedio de homicidios dolosos reconocida incluso oficialmente. Y en no pocas ocasiones, las víctimas son niños, mujeres, estudiantes, jóvenes y, esta semana pero antes también ya había ocurrido varias veces, sacerdotes. La muerte de los jesuitas septuagenarios sacudió a una ciudadanía que venía acumulando temor y agravios, al tiempo que de parte del gobierno de López Obrador encuentra cerrazón y desdén hacia las víctimas o los reclamos por los crímenes. Esos asesinatos cohesionaron a un clero que en otros momentos ha encabezado la indignación y que en cambio tenía rato que no levantaba la voz de manera airada. Frente a ese reclamo legítimo, AMLO sin embargo solo tiene una estrategia: sofocar la crisis con descalificaciones, enmarcando los reclamos como una táctica de la oposición, desestimando la legitimidad de quienes sienten horror frente a estos crímenes, además cometido por un personaje que tenía que haber sido detenido por fechorías previas incluida el homicidio.

Es decir, al presidente no le avergüenza que estas muertes desnuden la miseria institucional de estados y Federación, a él solo le importa desnaturalizar la indignación, acallar los reclamos, cambiar el tema.Para ello no duda en recurrir a un discurso donde él terminará por ser la víctima. Aquí sus palabras de esta semana, cuando pretende evadir responsabilidad culpando a autoridades estatales: “Y cuesta mucho trabajo también que se entienda, porque es un asunto muy polémico, separar lo que es la responsabilidad estatal de la responsabilidad federal. Se me hace muy ruin que se da un hecho como este, lamentable, porque sí duele, no sólo por los sacerdotes que están trabajando por los pobres y es una iglesia progresista, sino duele cualquier asesinato, pero estos hipócritas lo primero que hacen es voltear a ver hacia nosotros y hacia mí, y si actuamos en estricto apego a la ley y de acuerdo a nuestras responsabilidades como autoridades”.

Con la autoridad de quien lo hizo tantas veces desde la oposición, ahora desde la máxima posición de poder AMLO sabe que no puede permitir fisura alguna a su autoridad, porque abrir esa rendija será el inicio de una descapitalización de su proyecto, ya desgastado por su falta de éxitos. Una oposición enana, sumida en sus crisis internas, la falta de luces en sus liderazgos y su incapacidad para encabezar la indignación social, es la mejor aliado del presidente, que tiene el camino despejado para recetar a sus críticos de la prensa y la academia descalificaciones, calumnias y reproches.

No entiende el presidente que al no aceptar la gravedad de los hechos y la legitimidad de la indignación, en un país que además reclama el aumento de las regiones que padecen cobro de cuota por parte de criminales, normaliza estas víctimas –como antes otras--, y al no detener la marcha de su administración para mostrar empatía a la sociedad que se pasma ante crímenes como el de los jesuitas, AMLO siembra un mensaje terrible de que la gente es prescindible, que estamos solo ante desafortunados eventos que son paisaje cuya combustión es poco relevante para el gran cambio. Que a quién le importa la vida de los mexicanos cuando él está preocupado por meterse a la historia de México.

Cómo se puede enarbolar un mensaje de fraternidad para los que están en condiciones de marginación sin al mismo tiempo entender que estamos ante la expresión máxima de la vulnerabilidad: padecemos una convicencia donde no es el Estado el que pone las reglas sino mercuriales caciques aquí y allá que forjan con balas sin castigo un dominio sobre vidas y territorios. Y las principales víctimas de estos siempre serán quienes menos tienen con qué defenderse: los pobres.

López Obrador vive en su cajita feliz, convencido de que nada es más importante para este gobierno que el gobierno mismo, donde solo una voz importa y todas las demás son prescindibles por interesadas o por ajenas al plan gubernamental, donde las cifras dirán misa –una reducción marginal y para nada ya firme en el índice de homicidios— pero la realidad cada día es más preocupante para los justos que saben que no cuentan con el presidente para socorrerlos en un momento de miedo e indignación.

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