Un cliché cinematográfico

Se conoce que la elegancia no la dan con un traje de marca ni la decencia con el título nobiliario o el MBA

Luis Medina Abascal, este jueves en Madrid.Europa Press

Hace unos años, mi amiga Jimena y uno de mis profesores de la universidad, José Cabeza, basaron un personaje de uno de sus guiones en mi madre. Lo hicieron porque tanto ella como la protagonista de su historia eran carteras, pero, sobre todo, porque, de haber sido descubierta por el manchego, mi madre sería sin duda chica Almodóvar.

Cuando llegó el momento de entregar el borrador, al que iba a ser el director de la película no le cuadró el personaje. Que repartiera las cartas cantando a Los Chunguitos y al Chiquetete y que hablara tanto, tan deprisa y tal alto le pareció a aquel buen ho...

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Hace unos años, mi amiga Jimena y uno de mis profesores de la universidad, José Cabeza, basaron un personaje de uno de sus guiones en mi madre. Lo hicieron porque tanto ella como la protagonista de su historia eran carteras, pero, sobre todo, porque, de haber sido descubierta por el manchego, mi madre sería sin duda chica Almodóvar.

Cuando llegó el momento de entregar el borrador, al que iba a ser el director de la película no le cuadró el personaje. Que repartiera las cartas cantando a Los Chunguitos y al Chiquetete y que hablara tanto, tan deprisa y tal alto le pareció a aquel buen hombre un cliché cinematográfico.

Pienso en ellos y en aquel guion estos días, porque si hubieran presentado la historia de Luis Medina y Alberto Luceño, al director le habría parecido un poco igual.

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“Pues verá usted, señor director”, me imagino que arrancarían, “nuestra historia va sobre dos señoritos que, durante el estado de alarma, ven la oportunidad de ingresar un pellizquito. El primero es don Luis, uno de esos hombres a los que en las páginas del ¡Hola! se refieren como soltero cotizado cuando no tiene pareja. De nariz afilada y mirada profunda, el pobre Luisito, que es hijo de una pitita y un duque, no sabe hacer la o con un canuto, pero se lleva a las alumnas del IE de calle cuando pasea por la Feria de Sevilla y a las rentistas venezolanas si se da una vuelta por Ponzano. El segundo es Albertito, amigo de Luis, con menos gracejo, pero más luces que él. En medio del caos y el desabastecimiento de material sanitario, Alberto se acordará de que conoce a un tipo malayo que puede suministrarle mascarillas, guantes y test, de nombre San Chin Choon. Y de que su amigo Luis, como es influencer, que es para lo que ha quedado la nobleza, es coleguita de un primo de Almeida. Así, uniendo fuerzas y contactos, ambos conseguirán un contrato de más de 15 millones con el Ayuntamiento de Madrid, con seis kilitos para la saca. Porque, por todos es sabido, al PP madrileño se le hace el culo Pepsi Cola con las comisiones, máxime si hay familia de por medio. El material resultará ser defectuoso y el Ayuntamiento se quejará, pero por la cuenta que les trae la sangre no llegará al río. Será el propio banco el que, asombrado por ver cómo Luisito y Alberto no paran de mover kilos, que si un yate por aquí, un lambo por allá, que si un ferrari, un par de rolex, un chalecito en Pozuelo y unas vacaciones en Marbella, dé parte a las autoridades. Y ahí, pues fundido a negro, interior día, Almeida declarando en su despacho que él no sabía nada. Fundido a negro, exterior día, Luisito diciéndole al Sálvame, con los cojones como el caballo de Espartero y su cara de marqués, que no ha hecho nada ilegal. Una mezcla perfecta entre Ocean’s Eleven y El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo”.

Llegados a este punto, el pobre director frunciría el ceño y les respondería que mira, que para eso mejor recuperen a la Ana Mari, a mi madre. Que, aunque es igualmente un cliché cinematográfico, por lo menos no es más hortera que una perdiz con las ligas rojas ni una sinvergüenza. Porque se conoce que la elegancia no la dan con el traje de Scalpers. Ni la decencia con el título nobiliario o el MBA.

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