La mano chamuscada
Cuando seque la pintura, guardaré las telas. ¿Para qué mostrarlas? Sé de una poeta austriaca que dejó de escribir al sospechar que ya sabía hacerlo
Puedo olvidar la cara de alguien que conocí hace unos meses y describir con detalle una habitación de la que salí por última vez hace más de 15 años: el color amarillo de las paredes, la tela tapizada de un sillón encarado al sol, las pegatinas color pastel de la nevera. El tacto de las sábanas, las vigas del techo, el azul verdoso del cabezal de la cama. Si me dierais un pincel y una paleta de colores, os la devolvería con la mezcla de aquel azul perfecto. Regresaba mucho a aquella habitación y pensé que, para dejar de hacerlo, había de pintarla sin que la mugre que el lugar acumulaba manchas...
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Puedo olvidar la cara de alguien que conocí hace unos meses y describir con detalle una habitación de la que salí por última vez hace más de 15 años: el color amarillo de las paredes, la tela tapizada de un sillón encarado al sol, las pegatinas color pastel de la nevera. El tacto de las sábanas, las vigas del techo, el azul verdoso del cabezal de la cama. Si me dierais un pincel y una paleta de colores, os la devolvería con la mezcla de aquel azul perfecto. Regresaba mucho a aquella habitación y pensé que, para dejar de hacerlo, había de pintarla sin que la mugre que el lugar acumulaba manchase a nadie.
Sé de un grabador que antes de empezar a trabajar dispone los materiales encima del gran mesón. La plancha de aluminio, los pocitos de alcohol, el tóner, el lápiz graso, los trapos, los pinceles. Y lanza alcohol y polvo negro sobre la plancha. La inclina, la remueve con la brocha ancha, lanza más tóner, y espera a que pase algo. Observa la imagen y adivina figuras y rostros, descubre la relación que van a mantener los personajes y, como aquel que dijo que la escultura estaba dentro de la piedra y él solo arrancaba la parte sobrante, va el grabador descubriendo gestos, luces, movimientos.
Encuentro placer al entornar los ojos. Analizo rostros, mido distancias, trabajo paletas cromáticas. Construyo con planos, añado un arrastrado, me fundo con el modelo y me sorprende haber logrado un parecido que hace tiempo que no busco. Disfruto el proceso y aborrezco el resultado. Tengo un gran conflicto con mi trabajo plástico: una cara más, me digo, la repetición de algo que hace tiempo que sé hacer. Hace años mostraba cada una de mis obras con el entusiasmo con el que el niño de primaria llegaba de la escuela y regalaba al padre el cenicero de barro que hizo para el 19 de marzo. “Qué bien pinta”, dicen, pero yo no encuentro valor a nada de lo que sale de mis manos. Cuando seque la pintura, guardaré las telas. ¿Para qué mostrarlas? Sé de una poeta austriaca que dejó de escribir al sospechar que ya sabía hacerlo. Pensaba, la poeta, en nuestro silencio, en la falta de un lenguaje para expresar nuestra experiencia, en lo mutilador de la cultura patriarcal.
¿Cómo se pinta un abuso? Recordé al grabador que busca entre las sombras y decidí imitarlo. Coloqué la tela, el aguarrás y las pinturas al alcance de mi mano y volví a la habitación del cabezal azul verdoso. Cerré los ojos y me senté en el sillón que estaba encarado al sol. Cogí la pintura como si fuera barro y durante un largo rato manoseé la tela, más centrada en el acto que en asumir lo que se armaba en la superficie. Acariciaba un cuerpo que conocían mejor que el mío. Somos lo que hacemos con nuestras manos, pensaba con los ojos cerrados. Las mías, de repente, arrancaban cortinas, rajaban la tela caliente del sillón y tiraban al suelo las estanterías. Manoseaban, nerviosas, la superficie del lienzo. Hace años vi a un señor acariciar una pared. Realizaba una acción que desde lejos parecía cargada de belleza, pero aquel hombre acababa de vomitar y se limpiaba la mano lo mejor que podía, intentando no perder el equilibrio. Yo quería deshacerme de la mugre en una tela. “Con la mano chamuscada sigo escribiendo sobre la naturaleza del fuego”, dijo la poeta austriaca.
“Mamá, ¿eso son boniatos?”, pregunta un niño de ocho años al ver mi exposición. Durante el montaje, algunos operarios colocan mis tubérculos arrugados y flácidos apuntando al cielo. Yo me rio. Claro, el poder del falo, la dominación masculina con todas las condiciones para su pleno ejercicio, reducida a un trozo de carne erguida. Otro niño, delante de unas pinturas blancas donde afiné la vista para ver todas las luces que me fuera posible, me dijo: “Ahí no hay nada”, y era aquella nada la que contenía mi salvación. La poeta con mano chamuscada afirmaba que el único sentido que tiene lo que hacemos es abrir espacios de esperanza. Cuando seque la pintura, guardaré las telas. ¿Para qué mostrarlas?