Opinión

‘El chalecito de Verónica Forqué'

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Verónica Forqué, junto a Tito Valverde y el resto de actores de la serie de televisión 'Pepa y Pepe'.Sogepag

Hola, soy Raquel Peláez y soy la autora de ‘El chalecito de Verónica Forqué'. Así se llama esta columna que escribí tras el fallecimiento de esta actriz que se hizo muy famosa gracias a una serie que marcó enormemente a mi generación.

Dice Gloria Steinem en La verdad te hará libre pero antes te cabreará, un librito golosina lleno de frases dignas de cincel, que la verdadera función que cumple la familia es la de obligarnos a relacionarnos con personas que en ninguna otra circunstancia vital habríamos elegido libremente como compañía e imponernos el complicado ejercicio de aceptar, incluso querer, a los que piensan de forma radicalmente diferente a la nuestra. Estos pueden ser los mismos que, por el hecho de habernos dado la vida, nos hagan tragar con opiniones atroces.

Los que han tenido especial mala suerte con la lotería consanguínea y han tenido que soportar crueldades mucho mayores que una disparidad de criterios, se agarran con especial fe a la idea de la “familia escogida” que solo es una forma un poco pomposa de llamar a los amigos. Seguramente pecan de ingenuos los que confían en que eligiendo con quirúrgicos criterios propios de agencia de recursos humanos a los miembros de su círculo de confianza van a ser necesariamente más afortunados.

Uno tiende a pensar siempre que las familias de los demás son más normales que la propia, sobre todo durante la adolescencia, que es ese momento en el que nos volvemos gatos poliamorosos y buscamos refugio en casas ajenas. En mi caso, la familia a la que iba a refugiarme cuando las cosas en la mía no salían exactamente como yo quería, no era perfecta, como la de los empalagosos Hollister a los que me entregué durante mi niñez, ni absolutamente disfuncional, como los Roy de Succession, a cuyas intrigas perversas sucumbo algunas noches de 2021.

A mí la familia que me encantaba —porque en realidad era una versión hiperbólica y pop de la mía— era la que habían fundado Pepa y Pepe. Ella, una madre anormalmente excéntrica para los estándares de aquel tiempo, él un padre animalista y más bien vagoneta. Ambos toleraban un simpático caos al que contribuían con sus pataletas María Adánez, aspirante a pija, diosa de Levi’s 501, mujercita siempre pendiente del teléfono fijo; Silvia Abascal, candidata a grunge, musa de botas Doctor Martens, chavalina cuyo Aleph tenía forma de walkman y Carlos Vilches, típico niño coleccionador de cromos protoheteruzo. Habitaban todos ellos la que era la verdadera protagonista de la historia: la casa. Pepa y Pepe se mudaron de provincias a Madrid porque encontraron un chollo en una colonia formada por coquetos adosados de estilo neomudéjar, con ladrillos de colores, azulejos con dibujos y miradores de madera soportados por finas columnas de forjado en los que el adorno natural era un loro. Las familias funcionales no, pero la casita de Pepa y Pepe existe en la vida real: se construyó a finales del siglo XIX en La Guindalera, el barrio donde solían vivir los obreros que daban servicio al barrio de Salamanca, y es un conjunto de viviendas que bajo el nombre de Madrid Moderno, dio refugio a unas cuantas generaciones afortunadas. En ese chalecito destartalado con el que soñé de adolescente está ahora mismo durmiendo la siesta Verónica Forqué.

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