Poderes en crisis en México
Una revuelta en el Tribunal Electoral, el fracaso del modelo de salud y la parálisis del partido oficialista en el Congreso apuntan a una crisis en las ramas del Gobierno en México. Pero el presidente, convencido de que el caos lo hace más fuerte, no corregirá el curso
Las tres ramas del Gobierno en México viven días de crisis. Justo a la mitad del sexenio de Andrés Manuel López Obrador estallan conflictos, se profundizan otros, y se evidencia la inoperancia del modelo del presidente mexicano. Ante tal situación, sin embargo, López Obrador mantendrá el curso de confrontación espoleado desde Palacio Nacional, convencido de que el caos fortifica a su movimiento y sin importar los costos para el país. La semana que concluye ha reunido eventos que en otras latitudes podrían ha...
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Las tres ramas del Gobierno en México viven días de crisis. Justo a la mitad del sexenio de Andrés Manuel López Obrador estallan conflictos, se profundizan otros, y se evidencia la inoperancia del modelo del presidente mexicano. Ante tal situación, sin embargo, López Obrador mantendrá el curso de confrontación espoleado desde Palacio Nacional, convencido de que el caos fortifica a su movimiento y sin importar los costos para el país. La semana que concluye ha reunido eventos que en otras latitudes podrían haber alcanzado para un año de sacudidas políticas.
Una revuelta en el máximo Tribunal Electoral; una dura derrota del oficialismo en un inédito referéndum; la revelación del aumento del número de pobres y de la expulsión de millones de estos del sistema de salud; la tardía renuncia del líder de la Corte a extender ilegalmente su mandato; la nueva negativa del Congreso a someter a la justicia a dos diputados… y apenas es el primer viernes de agosto. Esas situaciones muestran que los tres poderes de la Unión protagonizan horas bajas:
Los malos resultados de la política social y de salubridad del Ejecutivo quedaron en evidencia. El Gobierno que fue votado para velar por los pobres ha encajado con malos modos cifras reveladas esta semana que reflejan un aumento en el número de personas en pobreza y el legisla del modelo de salud que impulsó. No las acepto, dijo orondo el presidente respecto de los números publicados por el Coneval, órgano oficial de sólida reputación.
En el Judicial, magistrados del tribunal electoral desconocieron a su colega presidente. Quien podía dirimir en el conflicto –el titular del Supremo— padecía empero la poca autoridad moral que le ha dejado el haber buscado presidir la Corte más tiempo que el que marcaba la ley. El viernes finalmente Arturo Zaldívar renunció a esa posibilidad, lo que le permitió comenzar a destrabar el entuerto del órgano jurisdiccional para las elecciones.
Y el Poder Legislativo con mayoría de Morena mostró una vez más que ahí valen más los acuerdos partidistas del oficialismo que los reclamos formales de fiscalías que pretenden juzgar a dos diputados por graves denuncias (violación a un menor de edad y corrupción, respectivamente). Prefieren detener las labores del Congreso a entregar a los buscados por la justicia.
Graves como son, los eventos de los últimos días tampoco resultan del todo sorpresivos. La llegada de López Obrador al poder en 2018, que fue presentada como un revulsivo a favor de la honestidad, supone en realidad un modelo de gestión del poder donde toda calamidad viene como “anillo al dedo” para desmontar y/o capturar instituciones.
Andrés Manuel no es, en forma alguna, un mandatario que procure delicados equilibrios o atenuados costos de revueltas o tragedias. Uno que apueste a la pluralidad o trate de hacer congeniar a los opuestos. Para nada. Si los magistrados cargan contra su líder, López Obrador llama en público a la dimisión de todos, no en aras de limpiar ese tribunal o restituirle autoridad, sino para desfondarlo porque, según él, no le quieren.
Porque la crisis tiene un origen muy claro: el abrasador ejercicio del poder de la máxima autoridad nacional que todo lo conjuga en primera persona, porque pretende que no haya nadie con algo de capacidad para contrarrestar, contradecir o incluso criticar sus deseos. De ahí que el Congreso haya vuelto a los tiempos priístas donde la voluntad presidencial dicta a las actuales mayorías —compuestas por morenistas y oportunistas aliados— nuevas leyes y estas no se enmiendan ni en una coma. Obedecer al presidente y no al electorado o incluso a la ley es lo único importante para demasiados senadores y diputados. Si ello desincentiva la inversión y detiene la economía, si generan impunidad o pobreza, si los jueces buscarán perpetuarse en sus cargos, si –en pocas palabras— a final de cuentas desatan problemas por doquier, bienvenidos sean estos, pues serán utilizados por el jefe máximo y único para nuevos decretos e iniciativas que le lleven a concentrar más poder.
Que sea posible trazar hasta López Obrador el origen de varias de las aberrantes conductas que minan a la República, no minimiza para nada la responsabilidad de actores que en los poderes de la Unión han sido acomodaticios a los deseos del tabasqueño. Pocos como el ministro Arturo Zaldívar para ilustrar este mexican moment en el que quienes estaban llamados a representar un dique institucional han terminado en comendadores de la corte de Palacio Nacional. Porque las crisis tienen un origen, pero hay actores que han permitido que se repliquen o profundicen.
Las consecuencias de una nueva normalidad
Andrés Manuel ha dicho en varias ocasiones que la polémica es bienvenida, que es signo de los nuevos tiempos. Que él ha impulsado un ambiente democrático que permite discutir antes que callar; que se discrepa y disiente como nunca. Es una verdad muy a medias: su Gobierno no es el primero ni el único en encontrar dura crítica y férrea oposición. Un debate vivo e incluso ríspido es la norma desde los noventa. La protesta es también el estado normal de nuestra política luego de 1988.
Lo que realmente ha cambiado es que los gobiernos del pasado trataban –al menos en público— de contener las reverberaciones de las situaciones adversas. Una matanza, un abuso desde el poder o un descalabro económico, lo mismo que una tragedia por incendio, explosión, diluvio, brote epidémico o terremoto, eran abordados con una lógica enfocada a controlar las críticas y eventuales protestas.
Esa fórmula dejaba malsanas consecuencias. El viejo régimen buscaba sofocar la inconformidad social causada por el problema, pero casi nunca aclarar y castigar a los causantes del mismo. Esto no solo abría la puerta a nuevas tragedias, sino que implicaba una máxima simulación. Se atendía a las víctimas para aplacar expresiones de indignación, no para hacer justicia, aprender o corregir.
El nuevo Gobierno tiene un (digamos) modelo distinto. Por decreto de López Obrador, y a contentillo de este, la indignación social no existe. Así sea luego de la tragedia por la caída de la Línea 12 del Metro, o por las cifras de pobreza, el presidente dirá que las víctimas de Tláhuac son buenas y no reclaman las fallas de gestión gubernamental en el caso del Metro, o declarará que los pobres, a pesar de ser más y haber sido marginados de servicios de salud por esta Administración, no pierden la fe en el futuro. Pasa de largo del clamor social de las víctimas y de una opinión pública solidaria con estas, lo mismo en grandes incendios como Tlahuelilpan (enero de 2019) o por los muertos debidos a la pandemia.
Esta nueva forma de (digamos, otra vez) gestionar las crisis, es natural que provoque un relajamiento en otros órdenes y niveles de Gobierno. En ese escenario, si los medios publican reiterados indicios de presunta corrupción del presidente del Tribunal Electoral, a quien se ha llegado a calificar como “magistrado billetes”, pero el titular del Ejecutivo lo tolera (porque de hecho este Gobierno lo nombró), entonces ese caso —como cualquier otra problemática— será solo considerada como tal sí y solo sí Palacio Nacional lo sanciona públicamente.
Hasta que las cosas se salen de madre y los otros magistrados desconocen la autoridad del presidente del tribunal y aquello acaba en un mayúsculo lío institucional. Y mientras que para la opinión pública tal escena es causa de preocupación, el jefe del Estado devaluará la importancia del evento.
Porque una cosa es que López Obrador diga que algo no existe, o no es cierto, o es mentira, o que tiene otros datos, o que es fake news, o que se trata de un ataque de sus adversarios, o que es verdad pero se exagera, y una muy distinta es que la realidad no pase factura por las situaciones no atendidas desde el Gobierno, incluidos los problemas de debida administración como en el Tribunal Electoral, que encima tiene pendientes la validación de elecciones en gubernaturas ganadas por el oficialismo.
Ese constituye el mayor peligro de la ruta elegida por López Obrador. El presidente evalúa toda circunstancia en clave de capturar instituciones o territorio. Para lo primero echará mano de atacar a quienes le enfrenten y negarle validez a argumentos en contra o críticas; para lo segundo buscará imponerse –echando mano de múltiples recursos— en elecciones que le lleven a ganar lo más posible.
Y, otra vez, no es que los anteriores gobernantes no quisieran lo mismo (cuates en toda instancia de poder y tantos gobernadores de su lado como fuera posible), sino que de tanto en tanto la realidad de un país complejo y plural imponía acotamientos, y graves sucesos inesperados les obligaban a negociar a favor de intereses ajenos al propio.
Mas López Obrador en eso sí es totalmente distinto. Se afana en presentarse como refractario a la realidad. En su calendario se empieza a terminar el tiempo para poner los cimientos de lo que él quiere que sea un futuro diferente para México. Así que igual que en la primera parte de su sexenio, en la restante no habrá tragedia que lo haga rectificar, ni dato contrario que lo haga cambiar de plan. De lo primero, la covid-19 nos trajo un catálogo de funestos ejemplos, y de lo segundo ya dijo este viernes, mofándose de la pregunta de un reportero, que a pesar de que aumente la pobreza no cambiará nada de su manera de combatirla.
Eso nos deja en una situación en la que las otras ramas del Gobierno tienen que ser sometidas. El ministro Zaldívar fue cautivado con una reforma judicial que le convertía en el hombre fuerte de hoy y de la siguiente generación de jueces; y con el Tribunal Electoral ocurrirá que intentarán coptarlo, como cuando quitaron a la presidenta que estaba en funciones al llegar López Obrador al poder. No tienen otra receta porque buscan el mismo resultado que antes: anular.
La Cámara de Diputados a instalarse en tres semanas correrá similar suerte. La conformación surgida de las urnas será cosa del pasado: el presidente forzará mayorías a modo.
Y mientras esa hoja de ruta vuelve a ser puesta en marcha con los dos poderes de la Unión, otras instancias padecerán similar embate. El ejemplo más reciente es la renuncia de Sergio López Ayón al CIDE. El director del Centro de Investigación y Docencia Económicas deja trunca una brillante gestión en medio de la realidad de acechanzas y mezquindades del Gobierno de López Obrador contra organismos públicos.
Otro triunfo de Andrés Manuel, un presidente que celebra las renuncias de gente capaz, que desdeña a todo gobernador que no se allana a sus modos, que palomea en cambio a leales candidatos aunque tengan antecedentes penales, que no se inmuta con el dramático nivel de asesinatos mensuales, que desprecia las mediciones sobre la pobreza, la baja en la calificación de la deuda, que se emociona al contradecir a la prensa sin reparar en que estamos hablando de desgracias para los mexicanos, no de un debate ideológico en una aula universitaria setentera.
Al ver cómo subestima la capacidad de corroer de las crisis, no queda sino pensar que Andrés Manuel cree que el país es solo una enorme mañanera, donde todo se trata de que el presidente reciba las bolas que le lanzan los periodistas para él batearlas: logra conectar (contrarrestar) algunas, pero en otras sin duda abanica al punto del ridículo de esta semana, cuando usó en Palacio Nacional un tuit falso para atacar a un magistrado.
Queda preguntarse si estas expresiones de crisis en distintos frentes gubernamentales de los últimos días, la renuncia de Zaldívar a la extensión de mandato y la revuelta de los magistrados electorales, son signos de independencia judicial que en el futuro les llevará a rechazar injerencias.
Pudiera ser el inicio de la corrección de algunos de los problemas que estamos atestiguando. La ciudadanía busca demócratas para sus instituciones. De lo contrario, si entran al trapo de vivir todos los días para sumarse al caos narrativo, y más que narrativo, que se entona desde la mañanera, está claro quién saldrá ganando.