Por qué han matado a Samuel Luiz
El joven tuvo la mala suerte de nacer en una sociedad donde todavía hoy los asesinos cuentan con el abrigo de una estructura sofisticada, antigua y compleja que los ampara
Por asesinos o por homosexual. Esa parece ser la cuestión. Leo que el detonante fue un vídeo en un teléfono móvil. Un vídeo que hizo que siete jóvenes o puede que más golpearan hasta la muerte a un chaval de 24 años una noche tan normal como cualquier otra. Pero no es verdad, o no es toda la verdad. Porque en la violencia estructural debemos buscar causas estructurales y no solo detonantes puntuales. Como cuando ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Por asesinos o por homosexual. Esa parece ser la cuestión. Leo que el detonante fue un vídeo en un teléfono móvil. Un vídeo que hizo que siete jóvenes o puede que más golpearan hasta la muerte a un chaval de 24 años una noche tan normal como cualquier otra. Pero no es verdad, o no es toda la verdad. Porque en la violencia estructural debemos buscar causas estructurales y no solo detonantes puntuales. Como cuando en la opera prima de Emerald Fennell, Una joven prometedora, la mejor amiga de una víctima de violación intenta hacer justicia diez años después. Tendrá que lidiar con el silencio de los padres de la víctima, con la decana de la Universidad que hizo la vista gorda, con la amiga que ocultó la verdad, con los chicos buenos que miraron para otro lado, con el sistema judicial que absolvió al culpable, con la meritocracia que arrincona a las víctimas y hasta con la institución del matrimonio antes de hacer justicia. Al final (va spoiler) consigue que el violador la asesine y así, después de muerta, logra meter al violador entre rejas. Aunque las estructuras que lo dieron a luz permanezcan inalterables.
La pregunta entonces no es qué demonios había en ese vídeo del móvil sino de qué manera se inocula la violencia en la identidad de una cultura, cómo se acepta y cómo se abraza la idea de que los cuerpos deben ser controlados y supervisados por cierto orden externo para después, una vez que esa idea ha invadido la política, las instituciones, el marketing, la educación, la cultura, los amigos íntimos y hasta nuestros amantes ser capaces, una noche cualquiera, de matar a golpes a otra persona que escapa a esos controles. El control lo ejerce la sociedad entera pero de los castigos físicos se ocupan generalmente los machos más violentos, gendarmes del orden, los géneros y las categorías. Ellos se encargan de las zonas de peligro: el hogar, las reivindicaciones femeninas, el espacio público ocupado por putas, borrachos, mendigos y maricones, los deslices de la enseñanza hacia los márgenes del sexo tradicional, desigual, patriarcal. Varones siempre alerta, listos para extender el dolor y la penitencia. Como sucedió con Samuel Luiz, otro joven prometedor, asesinado por su orientación sexual.
Me pregunto a qué colegio fueron los asesinos de Samuel, dónde se criaron, quiénes fueron sus amigos, sus hermanos, sus madres y padres, qué series vieron, cuál fue la última canción que escucharon antes de matar. Porque, para desgracia de todos, las manos y puños que golpearon a Samuel hasta la muerte eran las de chicos corrientes. Siempre lo son: igual que las de los chicos de las violaciones, los del acoso, los de la violencia vicaria, los del maltrato psicológico, los de la violencia machista y los del asesinato homófobo… La pregunta obligatoria es en qué clase de sociedad enferma se crían semejantes bestias.
Ha de ser en una que esté convencida de que el cuerpo encierra peligro y merece castigo. Una donde la educación sexual no se contemple en los colegios porque el cuerpo deberá ser tabú antes que cuerpo. Una donde muchos padres prohíban que a sus hijos les hablen de masturbación, de género, de deseo, de aceptación de lo propio y de lo diferente. Una donde sea natural debatir casi a diario si el cuerpo de las personas depende de ellas mismas o de la familia y el Estado. Una donde muchas personas se inquieten ante la posible aprobación de una ley trans que permitiera a los menores determinar su género, una ley dispuesta a dejar de ejercer control sobre las identidades sexuales, en definitiva. Una sociedad donde la eutanasia pueda llegar a ser un debate, donde muchas voces sostengan que el ser humano no puede tener derecho a decidir sobre su vida ni sobre muerte. Una donde muchos consideren que si las menores pueden abortar sin consentimiento paterno entonces follarán “sin ningún control” (y aquí el control no es sinónimo de preservativo). Una sociedad donde cuando una mujer de cuarenta años madre de varios hijos va a abortar en el plazo que marca la ley, la manden a ver a un psicólogo para asegurarse de que es dueña de su voluntad. Porque las mujeres adultas también merecen cierto control. Una sociedad donde resulte complicado explicar que el acto sexual precisa consentimiento previo porque de otro modo es violación. Una que diga que es muy difícil controlar el deseo porque así es como entiende el uso de los cuerpos, pegado siempre a un deber ser imaginario y patriarcal y nunca al goce y a la libertad.
En una sociedad así es posible que algunas noches, algunos jóvenes fuertes y normativos se sientan con la energía y la responsabilidad suficientes como para ayudar a su polis a administrar dicho control. Los controladores corporales no tienen por qué ser asesinos, claro está, solo personas convencidas de que es necesario educar al cuerpo, domesticarlo, meterlo en vereda, golpearlo incluso, solo si es preciso. Una hostia a tiempo ya se sabe que nunca está demás. Ni en las mejores familias, o precisamente en ellas. Luego están los casos extremos, los menos frecuentes, los de los golpes hasta la muerte. Ese peligro que acecha a quienes no quieren entrar en razón, como Samuel Luiz, el último joven asesinado debido a su orientación sexual. Y a que tuvo la mala suerte de nacer en una sociedad como la nuestra, donde todavía hoy los asesinos cuentan con el abrigo de una estructura sofisticada, antigua y compleja que los ampara.