Nostalgia del Zoom
No le hace mal a toda organización ponderar la urgente necesidad de evaluar todo lo bueno y provechoso que significa el ahorro de la actividad a distancia
Ahora que se empiezan a filtrar los regresos a lo que creíamos normalidad, detecto nostalgia del zoom en los minutos que alargo mirando la pantalla del horno de micro-ondas, en el antojo de salir a calle en paños menores (manteniendo el torso encorbatado) y en la propensión irracional a dialogar con la pantalla de T.V. (como si las series fueran un diálogo a distancia y no un drama intocable). Tengo nostalgia del zoom en el claro afán por anclarme al escritorio y seguir degustando una sensación de mayor productividad a contrapelo de la vuelta a las tardanzas, los embotellamientos y la neurosis...
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Ahora que se empiezan a filtrar los regresos a lo que creíamos normalidad, detecto nostalgia del zoom en los minutos que alargo mirando la pantalla del horno de micro-ondas, en el antojo de salir a calle en paños menores (manteniendo el torso encorbatado) y en la propensión irracional a dialogar con la pantalla de T.V. (como si las series fueran un diálogo a distancia y no un drama intocable). Tengo nostalgia del zoom en el claro afán por anclarme al escritorio y seguir degustando una sensación de mayor productividad a contrapelo de la vuelta a las tardanzas, los embotellamientos y la neurosis generalizada.
Sobre todo, la nostalgia por el zoom se asoma en los episodios de la renovada realidad exterior en que –salvo las constancias de vacunación, las penetraciones nasales para pruebas de antígenos y el desfile de mascarillas—parecería que nada cambió en el planeta. Lleva razón el diplomático Jaime Nualart cuando afirma que “el mundo se tardó siglos en asumirse redondo para que en 12 meses nos hiciéramos la vida de cuadritos” y así declaro un salve a la pantalla por encima del engorroso trámite de chocar puños ajenos o poner la mano sobre el corazón al enfrentar la sana distancia de los antiguos afectos y clamo por un saludo virtual sin horarios ni simulacros –ya por escrito o en proyección virtual—por encima de la paliza de volver a soportar conferencias en vivo, pestañando en la butaca con el pánico de quedarme dormido y no poder apagar el video de la realidad circundante.
He pensado también que no le hace mal a toda organización ponderar la urgente necesidad de evaluar todo lo bueno y provechoso que significa el ahorro de la actividad a distancia, la conveniencia de que un alto porcentaje de labores se volvieron más intensas, productivas y benéficas en línea por encima de la vuelta a las horas muertas en distracción burocrática, traslados engorrosos y todo eso que podríamos llamar la coreografía de las convivencias. En una reciente experiencia extenuante asistí a una conferencia de dos días cuyo impresionante dispendio pudo haberse ahorrado los traslados –en avión, tren y automóvil—de todos los asistentes, así como el gasto en papeles, circulares, trípticos, proyectores, carpetas, bolígrafos y demás cortesías (que muchos dejaron abandonados en las habitaciones de los respectivos hoteles) y además, nos pudimos haber conectado mejor y con anchos rumbos del mundo entero en vez de limitar los aforos presenciales, amén de no someternos todos a la prueba diaria de la perforación nasal colectiva, la recurrente lubricación manual con geles de variada liquidez alcohólica y esa antesala de la apnea sonámbula donde las mascarillas parecen sincronizarse con un silencio ronquido en cuanto el tedio de una o varias ponencias parecen invitar al sueño.
Tengo nostalgia del zoom y de no pocas ventajas del confinamiento, de todos los cuentínimos que generó la pandemia de la peste de nuestra era porque tengo memorizada la dolorosa lista de mis muertos que estaban sanos y vivos cuando todo esto empezaba, cuando la larga espera de la vacuna no vaticinada que aún con su llegada se irían sumando ausencias y cuando el nido donde cada quien ha forjado hogar tenía una aséptica ventana abierta al mundo ceñida a la misma pantalla donde se escribe, se lee, se dibuja y se ven películas… un delirio de multimedia que dentro de poco ha de instalarse en gafas o cascos o armazones cerebrales para que eso que llamamos ya nueva normalidad cumpla su esencial condición de realidad aumentada.
Dicho lo anterior, advierto a familiares y amigos la alta probabilidad de convertirme en holograma, adelgazar con Photoshop y alcanzar ¡por fin! el don de la ubicuidad universal, la afinación electrónica de mis voces y la magia de participar en sobremesas, convivios o cátedras con el auxilio de pantallas intangibles que se sucesivamente proyecten mis emociones y gestos mientras todos los demás creen convencidos en mi presencia.
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