Y a pesar de todo...
La verdadera batalla no es entre árabes y judíos, sino entre quienes, en los dos bandos, aspiran a vivir en paz y quienes se alimentan del odio y la violencia
Érev tov, masa’a el kheir, buenas noches.
Permítanme dedicar mis palabras de esta noche a los niños de los pueblos israelíes limítrofes con la Franja de Gaza, a los niños de Gaza y a todos los niños que han sufrido en su carne y su espíritu la guerra que acaba de terminar. El frenesí de cada uno de los dos bandos por “grabar en las conciencias...
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Érev tov, masa’a el kheir, buenas noches.
Permítanme dedicar mis palabras de esta noche a los niños de los pueblos israelíes limítrofes con la Franja de Gaza, a los niños de Gaza y a todos los niños que han sufrido en su carne y su espíritu la guerra que acaba de terminar. El frenesí de cada uno de los dos bandos por “grabar en las conciencias” su propia victoria se ha traducido en pequeñas derrotas. Una generación entera de niños, en Gaza y en Ashkelon, crecerá y vivirá con el trauma de los disparos, las explosiones y las sirenas.
A vosotros, niños, que sois verdaderamente conscientes de las quemaduras del conflicto, os digo: siento la necesidad de pediros perdón porque no hemos conseguido crear para vosotros una realidad mejor y más benévola, esa realidad a la que todos los niños del mundo tienen derecho.
Queridos amigos, queridas amigas:
Esta última guerra acaba de demostrar hasta qué punto los dos bandos, Israel y Hamás, están bloqueados, presos del círculo vicioso que ellos mismos han construido. Hasta qué punto son, desde hace decenios, una especie de sistema automático que solo sabe dar vueltas, una y otra vez, con una fuerza cada vez mayor.
Una ráfaga de cohetes y otro bombardeo, una ráfaga, una incursión aérea, misiles Qassem y la Cúpula de Hierro, las alertas... Y una vez más, esta rítmica conmoción que nos resulta tan familiar, cada vez más fuerte, que se transforma en incendio y nos nubla el juicio.
Luego llega ese momento en el que es evidente que la guerra ya no tiene sentido, cosa que todo el mundo sabe, tanto en Israel como en Gaza, pero es imposible parar, imposible bajar las armas, como si la propia fuerza dejara de ser un medio para convertirse en un fin. Y ese enorme martillo pilón continúa golpeando una y otra vez, en Beerseba y en Gaza, y los niños tiemblan de miedo, mientras los expertos hablan sin cesar en los medios de comunicación, se deshacen en elogios sobre nosotros y desprestigian a nuestros enemigos, y nosotros, rehenes de los extremistas de toda índole, nos quedamos con la boca abierta viendo a seres humanos que se convierten en objetivos, a madres que se arrojan sobre sus hijos para protegerlos en la calle, rascacielos que se derrumban como un castillo de naipes y familias enteras que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
Y todo eso puede continuar hasta la eternidad —el mecanismo no tiene un interruptor de emergencia—, salvo que Joe Biden haga un leve gesto con la mano y, de repente, nos despertemos del hipnótico hechizo de la destrucción, miremos a nuestro alrededor y nos preguntemos: ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué está pasando allá? ¿Y por qué tenemos la sensación de que los elementos más extremistas del conflicto han vuelto a manipularnos? ¿Y cómo es posible que, después del infierno que han vivido millones de personas en Gaza e Israel, nos encontremos de nuevo casi en la casilla de salida?
Y, por encima de todo, yo hago esta pregunta: ¿Cómo es posible que Israel, mi país, un Estado con un inmenso poder de creación, invención y audacia, lleve más de un siglo haciendo girar las ruedas del conflicto y se haya mostrado incapaz de transformar su enorme fuerza militar en una palanca para transformar la realidad y liberarnos de la maldición de las guerras cíclicas? ¿Quién nos abre una vía diferente?
Desde luego, es más fácil librar una guerra que forjar la paz. De hecho, en nuestra vida cotidiana seguimos haciendo la guerra, mientras que la paz exige unos pasos psíquicos dolorosos y complicados, muchas iniciativas que son una amenaza para unos pueblos acostumbrados casi exclusivamente a luchar.
Nosotros, los israelíes, nos negamos todavía a comprender que se acabó la época en la que nuestro poder bastaba para determinar una realidad que solo nos conviniera a nosotros, que respondiera a nuestras necesidades y nuestros intereses.
¿Quizá esta última guerra nos convenza de que nuestro poder militar es ya casi irrelevante? ¿Que, por muy larga y pesada que sea la espada que blandimos, a la hora de la verdad, siempre acaba siendo una espada de doble filo?
La guerra actual acaba de terminar y la cuestión más candente dentro de Israel es qué relación va a haber ahora entre los judíos y los árabes.
Lo que sucede en las ciudades israelíes es espantoso. No tiene ninguna justificación. Cometer un linchamiento de transeúntes por ser judíos o árabes es la definición más despreciable del odio y la crueldad. Las víctimas han muerto asesinadas y se les ha negado su humanidad. Los asesinos, en esos momentos, se convierten en bestias salvajes.
Pero ahora —ahora que los ánimos se han calmado y el Estado de derecho, por fin, empieza a ocuparse de los criminales— es posible hablar de lo que ha pasado, tratar de comprender lo que ha quedado en evidencia en las dos sociedades y sus causas. Porque de esa lucidez depende nuestro futuro, judíos y árabes.
Israel está a punto de emprender una quinta campaña electoral. Los sucesos del mes de mayo y la intensidad del odio desencadenado entre árabes y judíos serán un factor crucial en estas elecciones.
Es fácil imaginar que los políticos desviarán el miedo y la desconfianza hacia el racismo y la sed de venganza. Los bajos instintos que acaban de explotar en la realidad israelí servirán de combustible para esta campaña electoral, y para los agitadores será más fácil que nunca llevar a cabo su tarea.
Creo que todos sabemos a quién va a beneficiarse de eso. Todos sabemos también qué realidad tendremos si los extremistas nacionalistas y racistas son los encargados de promulgar las leyes.
Por eso, la verdadera batalla no es la que se libra entre árabes y judíos, sino entre quienes —en los dos bandos— aspiran a vivir en paz, con una cooperación digna, y quienes —en los dos bandos— se alimentan del odio y la violencia para formar su mentalidad y su ideología.
Ojalá consigamos restablecer y reforzar a las fuerzas más sanas de las sociedades, a quienes nos negamos a ser cómplices de la desesperación. Para que, si vuelve a estallar una ola asesina como esta —y me temo que volverá a ocurrir de aquí a unos años—, podamos hacerle frente con una resistencia meditada y madura, como está ocurriendo ya en estos días, en innumerables reuniones, discusiones e iniciativas magníficas. En mi opinión, tal como estamos demostrando al congregarnos aquí hoy con nuestra determinación, nuestro compromiso (sumud) con la idea de la paz y la igualdad y la cooperación digna entre los dos pueblos y con nuestro “a pesar de todo” —que es una fuente de gran esperanza en estos días oscuros—, se deja entrever la posibilidad de que encontremos el camino que casi hemos perdido, la complicada y exigente vía de vivir aquí juntos, en plena equidad y en paz, todos nosotros, árabes, judíos, seres humanos.
(Discurso pronunciado el 22 de mayo de 2021 en la plaza Habima de Tel Aviv.)
David Grossman es escritor.
Traducción del francés de María Luisa Rodríguez Tapia.