Miedo y lenguaje de guerra
El tratamiento bélico del virus no ha evitado su expansión. El ser humano se acostumbra a convivir con la amenaza cuando esta se hace rutina. Y en EE UU la ideología está por encima del sentido común
He cruzado el Atlántico tres veces durante la pandemia. En cada ocasión he padecido un miedo intenso, durante los días previos al viaje y durante el viaje mismo. El virus es la amenaza de la muerte. Y a la muerte se le teme por encima de todo.
No tengo un recuerdo claro de cuándo sentí por primera vez miedo a la muerte. Procedo de una sociedad en la que, en las últimas cuatro décadas, la violencia en la calle —primero en forma de guerra civil y luego en forma de maras y crimen— ha cobrado decenas de vidas diariamente, una sociedad peligrosa precisamente porque la muerte está siempre a u...
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He cruzado el Atlántico tres veces durante la pandemia. En cada ocasión he padecido un miedo intenso, durante los días previos al viaje y durante el viaje mismo. El virus es la amenaza de la muerte. Y a la muerte se le teme por encima de todo.
No tengo un recuerdo claro de cuándo sentí por primera vez miedo a la muerte. Procedo de una sociedad en la que, en las últimas cuatro décadas, la violencia en la calle —primero en forma de guerra civil y luego en forma de maras y crimen— ha cobrado decenas de vidas diariamente, una sociedad peligrosa precisamente porque la muerte está siempre a un paso, donde nunca se deja de tener miedo a la muerte, pero donde también se aprende a convivir con ese miedo, quizá a costa de la salud o del equilibrio mental y emocional.
Las sociedades occidentales y desarrolladas, en cambio, no habían experimentado de forma colectiva, desde el fin de la II Guerra Mundial, la amenaza inmediata de la muerte, su bocanada que siega la vida de miles de seres humanos. Más allá de los esporádicos atentados terroristas, la paz europea y el progreso material y social habían encerrado de nuevo a la muerte en el ámbito de lo privado, la habían desechado del acontecer público cotidiano de la población, o la habían expulsado hacia Oriente Próximo, América Latina, África. Se salía de casa a la calle —en Berlín, Madrid o Nueva York— y se tenía la certeza de que se regresaría a casa sano y salvo. Ahora no: el virus está en el aire; su amenaza, en todas partes.
Escribía Elias Canetti en un apunte de 1942: “El origen de la libertad se halla en el respirar. Todo el mundo ha podido aspirar siempre cualquier aire, y la libertad de respirar es la única que no ha sido realmente destruida hasta el día de hoy”. Setenta y ocho años más tarde no podemos afirmar lo mismo.
La anterior pandemia, con la que se compara a la covid-19, la llamada “gripe española”, arrancó en los estertores de la I Guerra Mundial y podría afirmarse que constituyó una continuación de la matanza por otros medios. La psiquis colectiva resintió el nuevo golpe, pero la muerte permanecía aún en el ámbito de lo público, de lo común, de lo compartido; su amenaza continuaba latente.
La situación ha sido radicalmente distinta ahora. Cuando las sociedades occidentales vivían en relativa tranquilidad y esplendor gracias a la abundancia y al narcicismo propiciado por las nuevas tecnologías, de la nada apareció el virus que vino a transformar la vida, a infectarla con el miedo y la muerte. Y desde entonces se vive como si se estuviese en guerra contra un enemigo invisible. No es de extrañar que el poder gubernamental haya asumido con facilidad el vocabulario castrense: toque de queda, confinamiento, cierre de locales, zonas restringidas… Las intensas campañas en la prensa también semejan la cobertura de una guerra: cifra de bajas y heridos (muertos y recuperados), cifras de población afectada (infectados), zonas de infiltración enemiga (focos de infección creciente). Tablas, gráficas, mapas con zonas coloreadas de acuerdo con la intensidad del conflicto… Una terminología que hace apenas un año hubiera sonado absolutamente enloquecida.
¿Por qué el poder gubernamental y la prensa han recurrido a una terminología de guerra? Se supondría que es muy efectiva para azuzar el miedo, para convencer a la población de que cumpla con las medidas, que si no lo hace corre el riego de morir. ¿Existe otra manera de plantear las cosas?
De agosto a noviembre pasados impartí cursos presenciales en la universidad donde trabajo en el estado de Iowa. Con mascarillas, gel y toallitas desinfectantes a disposición en el aula, el miedo fue nuestro compañero en las primeras semanas de clases. En una de las sesiones iniciales, le pregunté a un grupo de estudiantes cómo se sentían, si preferían la otra modalidad de clases que se daban por zoom. Hubo divergencia de opiniones, pero la mayoría expresó su temor a ser contagiado. Les dije, entonces, que estábamos en algo parecido a una guerra, en la que el miedo de nada sirve por sí mismo, pues embota, paraliza, lleva a la muerte; pero si el miedo se convierte en atención constante, precisa, aguda, en desconfianza ante lo que damos por supuesto, es más probable salir indemne. Alrededor de un 25% de ellos contrajeron el virus a lo largo del semestre, quizá no en el aula, sino en bares y fiestas, sin tragedias que lamentar, por suerte.
Las medidas y la terminología castrense no han evitado la segunda ola y la tercera de la pandemia. Agitar el fantasma del miedo no ha sido suficiente. Algo no funciona. Parece que el ser humano puede acostumbrarse a convivir con la amenaza de la muerte, cuando esta se hace rutina. “Se han relajado las medidas”, dicen los expertos, como si la ciudadanía estuviese conformada por infantes, sin conciencia ni madurez, a los que se les debe ordenar a qué horas y con quiénes reunirse, cómo conducir sus vidas para mantenerse a sí mismos y a quienes los rodean a salvo.
¿Ha perdido el ser humano el sentido de la supervivencia? ¿Es tal el grado de sonambulismo que sin las órdenes del Gobierno nuestra capacidad de razonar es incapaz de mantenernos a salvo? ¿Quiénes no bajan al sótano cuando comienzan bombardeos, quiénes no se tiran al suelo cuando suena la metralla? En Iowa City era fácil distinguirlos hasta hace un par de semanas, cuando partí de esa ciudad: los fieles de Trump se hacían reconocer por su negativa a usar mascarilla en lugares públicos; los fieles de Biden no se la quitaban, aunque estuviesen a solas en el centro de un inmenso parque. Un país en el que la ideología está por encima del sentido común.
Pero ¿qué decir de lo que sucede en Estocolmo, la ciudad en la que he escrito este texto, donde ni los dependientes de la farmacia, del supermercado, del café, de la licorería, ni los conductores de autobuses ni del metro, usan mascarilla, donde la vida transcurre con aparente normalidad, no se percibe miedo en las calles, y pocas personas, realmente muy pocas, utilizan mascarillas —cuyo uso, además, no es obligatorio—, pese a que el virus ataca con fuerza?
Pero pronto todo esto será pasado. El virus que se ha ensañado con el ser humano sufrirá un embate semejante: la vacuna será su némesis. El lenguaje bélico seguramente persistirá por un periodo: los gobiernos hablarán del exterminio del virus, de las zonas liberadas, de los bolsones donde aún persiste la peste; también habrá saturación diaria en las noticias de cifras, mapas, gráficas.
Y luego, en la nueva normalidad, quizá reflexionemos sobre cómo el poder (económico y político) se lucra de nuestro miedo. Hasta la siguiente catástrofe.
Horacio Castellanos Moya es escritor.