Atravesar el fuego
Vivimos momentos delicadísimos, pero persiste la obligación moral de estar alegres y confiados
Es un juego de infancia que todos conocemos. Se llama “el escondite” y su objetivo es ocultarse y no ser descubierto hasta el final. El funcionamiento es fácil: de entre todos los participantes se escoge a una persona encargada de buscar a los demás —tradicionalmente se le llama “el policía”— y este, cerrando los ojos empieza a contar hasta cierto número previamente acordado por los otros integrantes del juego. Cuando empieza —uno, dos, tres...— los demás huyen hacia distintos lugares: un armario, detrás del biombo, debajo de la mesa camilla. “Ocho, nueve, diez”, y cuando termina de contar arr...
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Es un juego de infancia que todos conocemos. Se llama “el escondite” y su objetivo es ocultarse y no ser descubierto hasta el final. El funcionamiento es fácil: de entre todos los participantes se escoge a una persona encargada de buscar a los demás —tradicionalmente se le llama “el policía”— y este, cerrando los ojos empieza a contar hasta cierto número previamente acordado por los otros integrantes del juego. Cuando empieza —uno, dos, tres...— los demás huyen hacia distintos lugares: un armario, detrás del biombo, debajo de la mesa camilla. “Ocho, nueve, diez”, y cuando termina de contar arranca su búsqueda: “voy”, dice. Y hay nervios detrás del biombo, nadie se atreve a respirar bajo el faldón de la mesa. El buen policía tiene que detectar las huellas, las pistas: la puerta del armario que ahora no cierra, el zapato que sobresale de la parte inferior del biombo, la tela del faldón que se mueve por las risas, por la expectación de ser descubierto.
Uno crece, pero no se olvida de los juegos de infancia, algo de ellos permanece. La semana pasada, en ese autobús que cojo para volver a casa, ese que cruza la ciudad por encima de la montaña del Carmelo, una señora iba al teléfono y escuché varias veces una misma frase que repetía: “No, no. Triste no es la palabra. Depresión, ni hablar, qué va. No. Es solo un mal momento”. Y asentí en silencio, arrebujándome bajo mi abrigo, porque conozco los malos momentos y esa necesidad de no nombrar las cosas para que no se hagan más grandes y porque cada sociedad y cada uno de nosotros se sustenta sobre sus particulares juegos al escondite. La mujer repitió varias veces aquello del mal momento como para ahuyentar a los malos espíritus, como quien blande un ramo de salvia y romero para sahumar, para desterrar la posibilidad de que aquello sea otra cosa y, antes de sumirse en el traqueteo del autobús, recitó un fúnebre “pero ya me animaré”.
Nos asusta lo que no conocemos y lo que no queremos conocer. La tristeza es una parte importante de la vida: uno no puede protegerse de ella sin protegerse así mismo de la felicidad. Pero la tristeza no existe, tampoco la ansiedad, o la depresión, y en realidad, de tanto decirlo, incluso nos lo creemos. No se llama tristeza, ni depresión, solo son malos momentos, uno detrás de otro, y además nunca faltan aquellos que afirman contundentes que somos libres y que la felicidad se decide, que es casi una elección moral, como si la tristeza fuera casi una falta de gusto, de pereza. Aunque nos amparemos en estos discursos bobalicones aparentemente bienintencionados conviene recordar que junto a Portugal somos el país de la UE que más ansiolíticos, sedantes e hipnóticos consume y que ha aumentado un 15% desde el inicio de la pandemia. Nuestro país tiene el honor de ser la décima potencia mundial en consumo de antidepresivos.
En francés, una de esas expresiones sin traducción al español dice j’ai le cafard. El término cafard tiene muchas acepciones: puede referirse a un chivato o a cucaracha, o designar un estado de melancolía o desesperación. Se cree que fue Baudelaire el que introdujo este término en Las flores del mal. Para Baudelaire, la cucaracha es sinónimo de tristeza y desaliento. Quien ha tenido cucarachas sabe que no se pueden esconder: salen de cualquier rincón cuando menos te lo esperas, de manera que tener la cucaracha es un sinónimo de ese ánimo plomizo, sombrío, que es arriesgado guardar bajo la alfombra de otros nombres.
No hay espacio para la tristeza; es mejor tomarse unas copas, salir, distraerse —hacer, hacer, siempre hacer— porque en el fondo nos gustaría creer en un yo que decide. Querer es poder, o al menos eso nos cuentan, como si pudiéramos imitar al bueno del barón de Münchhausen, estirándose de la coleta para salir de la ciénaga del desánimo. El problema con la tristeza, de cualquier tipo, también para la actual pesadumbre a la que hemos bautizado como tristeza Covid, empieza desde el mismo momento en que le colgamos ese sambenito de ser cucaracha, tabú, silencio, ciénaga, de nuestra férrea voluntad de decir que no existe en vez de tratar de reconocerla, de atravesarla. Como aquella sabia, pero manida frase de Charles Bukowski: “Lo importante es saber atravesar el fuego”. Ocurre igual con la tristeza, con nuestras fragilidades, con todos aquellos estados anímicos de los que no hablamos. Seguro que hay una estrategia para atravesar el fuego sin quemarse, pero no es darse la vuelta. Sabemos que vivimos momentos delicadísimos en cuanto a salud mental se refiere y pese a ello persiste esa obligación moral de estar alegres, confiados, de decir que solo es un mal momento. Nos agarramos a ese pilar del simulacro sobre el que se sustenta una civilización, la nuestra, a la que, adulta ya, le sigue encantando jugar al escondite.
Laura Ferrero es escritora y editora.