Hacerlo por última vez
El sexo se desengancha antes que el amor, casi siempre porque el amor se desenganchó antes que el sexo, pero lo disimula mejor
Después de dejar al niño en clase de pintura, porque en el futuro alguien va a tener que pintar todo esto, doy vueltas sin rumbo por Pontevedra, hostelería cerrada, tiritando de frío porque si me ha costado siete meses no olvidarme la mascarilla en casa, a ver cuántos me lleva acordarme de que no puedo hacer tiempo en un bar. Termino sentado en un banco, mirando a las palomas (hay una muerta) con el mismo desamparo y resignación con que Borges se encontró al otro, que era él mismo cincuenta años antes: “Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista”, le dice. “Verás el colo...
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Después de dejar al niño en clase de pintura, porque en el futuro alguien va a tener que pintar todo esto, doy vueltas sin rumbo por Pontevedra, hostelería cerrada, tiritando de frío porque si me ha costado siete meses no olvidarme la mascarilla en casa, a ver cuántos me lleva acordarme de que no puedo hacer tiempo en un bar. Termino sentado en un banco, mirando a las palomas (hay una muerta) con el mismo desamparo y resignación con que Borges se encontró al otro, que era él mismo cincuenta años antes: “Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista”, le dice. “Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano”. En ese momento, pero en medio de un lento atardecer de invierno, un grupo de estudiantes se sienta en el banco de al lado y una chica anuncia al resto: “Tiene una cara que se la pisa, me dice que si quiero echar el último polvo”. A lo que otra responde: “Ni de coña”.
El último polvo, efectivamente, no existe. Como el último pico, o la última declaración (sincera) de amor. Son cosas que se hicieron y se dijeron sin saber que iban a ser las últimas, por tanto no tienen esa condición y, al no tenerla, no se recuerdan por la razón de que no se hicieron con vocación de ser recordadas. En las relaciones largas en las que el sexo se desengancha antes que el amor, casi siempre porque el amor se desenganchó antes que el sexo pero lo disimula mejor, hay un tiempo muy poético, de ruina total, que consiste en las últimas semanas o los últimos meses juntos en que ya se echó el último polvo. Los dos, concentrados en la rutina, recordarán toda su vida la primera vez pero no la última; no tendrán ni idea de cuándo y cómo fue, quién tuvo la idea, de qué manera empezó y terminó. Los días que echaron juntos desde la última vez es el dolor del miembro fantasma, el que de repente sienten los mutilados por un brazo o una pierna que ya no tienen pero que el cerebro no olvida.
Alejandro Zambra, en Bonsái, hace esta descripción del amor a propósito de Julio y Emilia: “Cuando Julio se enamoró de Emilia toda diversión y todo sufrimiento previos a la diversión y al sufrimiento que le deparaba Emilia pasaron a ser simples remedos de la diversión y del sufrimiento verdaderos”. Pienso en que quizá toda esa verdad es la que consigue que demos tanto prestigio y atención científica al hecho de que dos personas conecten y se enamoren, y tan poca a las razones por las que acaban descarrilando con el tiempo, como si más sorprendente fuese lo primero que lo segundo. Pienso, también, en que es mucho mejor no recordar las últimas veces de nada, ni saber cuándo lo son, porque de esta manera no se pueden recordar y, al no poder ser recordadas, quizá se repitan algún día. Hay parejas que sí lo recuerdan y me parece que eso es como recordar tu propio funeral: nadie recuerda su propio funeral. Se recomienda dejar seis meses de decadencia desde la última vez hasta la ruptura, y por supuesto no hacer nada “por última vez” o “de despedida” porque no hay que despedirse nunca de nadie, ni hacer con nadie nada “por última vez”, salvo que esté dentro de un hospital.