Columna

Pandemónium

El optimismo será imposible mientras el sistema de partidos siga secuestrado por el arribismo y el despojo del Estado, y las crisis tengan que resolverse incendiando las calles

Ciudadanos celebrando la renuncia de Manuel Merino a la Presidencia peruana, en Lima (Perú).Aldair Mejía (EFE)

Pocas esperanzas puede haber en la regeneración política de América Latina cuando los encargados de promoverla actúan como meritorios de La Comisión ideada por Lucky Luciano para regular las actividades de la Cosa Nostra en Estados Unidos. Lejos de celebrarse como un triunfo contra la corrupción, la destitución del presidente de Perú, hace una semana, por una mayoría parlamentaria que le declaró incapacitado moralmente, induce el desaliento porque descalabró la división de poderes al estar impulsada por razones ajena al interés general. La violenta contestación social reventó una operac...

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Pocas esperanzas puede haber en la regeneración política de América Latina cuando los encargados de promoverla actúan como meritorios de La Comisión ideada por Lucky Luciano para regular las actividades de la Cosa Nostra en Estados Unidos. Lejos de celebrarse como un triunfo contra la corrupción, la destitución del presidente de Perú, hace una semana, por una mayoría parlamentaria que le declaró incapacitado moralmente, induce el desaliento porque descalabró la división de poderes al estar impulsada por razones ajena al interés general. La violenta contestación social reventó una operación que hubiera debido ser atajada por las instituciones.

La exhumación de la ley 27375 del año 2000, promulgada poco después del interinato del presidente del Congreso, Valentín Paniagua, tras la fuga de Fujimori a Japón permitió el acuerdo parlamentario que hace una semana originó los disturbios callejeros. Su único artículo establece que si el titular del Legislativo asume la jefatura del Estado por impedimento permanente del presidente de la República, aquel retiene escaño y Gobierno: Ejecutivo y Legislativo bajo control. Defenestrado Martín Vizcarra, aquí paz y después gloria y negocios; pero llegaron los muertos, la renuncia del sustituto y el pandemónium del Congreso.

Salvo los fiscales que combaten la inmoralidad en el ejercicio de funciones públicas, las protestas contra la desnaturalización de los escaños y la democracia recuerdan el linchamiento del comendador de Fuenteovejuna por una pueblada harta. ¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, señor. ¿Quién acabó con el presidente de Perú? El pueblo, no; lo acabaron grupos y personas enlodadas en el mundo de los contratos con la Administración, la reasignación de recursos, los cohechos y el populismo. Más de la mitad de los diputados que lo expulsaron es investigada por la justicia.

Casi todos los diputados a una, como en la obra teatral, pero no contra las crueldades del tirano, sino contra el molesto Vizcarra, cuya supuesta aceptación de sobornos cuando era gobernador regional hubiera debido ser investigada y juzgada antes de ser sometida a la censura del hemiciclo. Asombra que para deponerlo fuera suficiente el testimonio incriminatorio de reos aspirantes a los beneficios penales y procesales establecidos en la categoría de colaborador eficaz de la justicia.

La destitución de un centrista tenido como decente hasta su imputación resulta deprimente por cuanto no vindica las demandas de una sociedad sepultada por la desvergüenza, sino que imanta sospechas y descrédito. Las consecuencias más graves son el desengaño, la facciosa concentración de poder y el mercadeo de la parte alícuota en la designación de ministros y aprobación de las legalidades convenidas con los patrocinadores del golpe de mano.

La adulteración de la representación popular evidencia subdesarrollo institucional y ausencia de consensos para rehabilitar la política. El optimismo será imposible mientras el sistema de partidos siga secuestrado por el arribismo y el despojo del Estado, y las crisis tengan que resolverse incendiando las calles.

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