La escuela de la ciudadanía
La información y el conocimiento están desigualmente distribuidos, y ante esto la nueva ley educativa ofrece avances, pero tiene algunas carencias y preocupa que niegue al español la condición de lengua vehicular
La escuela es la institución a la que confiamos la formación de los ciudadanos. Sustituye a la familia, de modo parcial, pero nada marginal, en el cuidado de los menores y prefigura de manera progresiva su vida adulta en sociedad. Esto es más cierto en esta era en que la información y el conocimiento, que antes llegaban casi en exclusiva a través de ella, están amplia aunque desigualmente distribuidos por el tejido social. Es por eso por lo que podemos utilizar esta vara de medir como criterio esencial, aunque no sea el único, para cualquier política educativa y cualquier ley, ahora la LOMLOE....
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La escuela es la institución a la que confiamos la formación de los ciudadanos. Sustituye a la familia, de modo parcial, pero nada marginal, en el cuidado de los menores y prefigura de manera progresiva su vida adulta en sociedad. Esto es más cierto en esta era en que la información y el conocimiento, que antes llegaban casi en exclusiva a través de ella, están amplia aunque desigualmente distribuidos por el tejido social. Es por eso por lo que podemos utilizar esta vara de medir como criterio esencial, aunque no sea el único, para cualquier política educativa y cualquier ley, ahora la LOMLOE.
El cambio que más consenso puede suscitar —aunque no unánime, pues en educación es difícil y en España se antoja imposible— tal vez sea el conjunto de medidas contra los mecanismos divisorios dentro de la escolaridad obligatoria, en particular la eliminación de las reválidas, la práctica supresión de los itinerarios y las restricciones a la repetición. Todo ello debe contribuir a que la práctica totalidad del alumnado supere el periodo obligatorio y tenga ante sí alguna vía de continuidad que culmine en algún tipo de cualificación profesional. La única sombra es que la ley parece olvidar que tanto suspenso y, en consecuencia, repetición, fracaso y abandono, que situaban y sitúan a España a la cabeza de lo que no debería ser y no hacen justicia al nivel de competencia de nuestros escolares, tienen como origen inmediato la cultura profesional de los docentes, que son los únicos examinadores hasta las puertas de la universidad. Se habría agradecido, pues, más presión contra la repetición, menos peso de centros y docentes y más para alumnos y familias en el recurso de última instancia a itinerarios profesionales y un examen de Estado como vía de segunda oportunidad para la titulación.
También es buena noticia que la religión, sagrada para unos, pero indiferente o incluso indeseable para otros, quede fuera del horario escolar y el itinerario académico, y ojalá pronto del presupuesto público; eso sí, sin excesos al servicio de los nuevos curas (y monjas) en su batalla contra los viejos, pues, además de educación, la escuela debe ofrecer cuidado, por lo que sería difícil entender que la religión, tan esencial para tanta gente, se viese expulsada por una puerta mientras por otra entra el mindfulness. Y sólo cabe celebrar que vuelva, aunque rebautizada, la educación para la ciudadanía, pues aquí y en todo el mundo estamos aprendiendo, si no lo habíamos hecho ya, que la vida social y política, cada vez más compleja, requiere un conocimiento sistemático y un esfuerzo reflexivo a los que no se llega por simple maduración biológica ni desde la mera transversalidad o impregnación.
Era hora, en fin, de adoptar una política activa y proactiva para lograr más igualdad entre los centros, en particular en su composición social, proscribiendo guetos y burbujas. Bien, pues, que se imponga y se haga efectiva la obligación de que todos los centros sostenidos con fondos públicos (aunque yo preferiría todos, sin más) sean microcosmos de la sociedad en y para la que están, reflejando su diversidad social y cultural, asumiendo su cuota de alumnos con necesidades especiales y contribuyendo por igual a su éxito. Requerirá, claro está, respetar los límites de lo razonable, poner los medios adicionales necesarios —los alumnos más difíciles también salen más caros, y con eso no podrá por sí sola la eficiencia privada— y no olvidar que también hay desigualdades, y muy serias, entre los centros públicos. Dicho lo cual he de añadir que el eslogan de “una oferta suficiente de plazas públicas” se me hace tan engañoso e interesado como el de “atender la demanda social”: el segundo daba pie a que cualquier empresario hábil en mercadotecnia reuniese las firmas suficientes para obtener suelo y fondos públicos, así como para el reforzamiento recíproco de guetos y burbujas; el primero refleja el apetito burocrático-corporativo de crear puestos incluso donde no se piden, ni se quieren, ni se esperan, para a continuación reclamar el cierre de centros concertados y recoger los alumnos para los públicos, como ya hemos visto en no pocas guerras escolares locales. Y bien, cómo no, que se deje de financiar la enseñanza diferenciada por sexos, no porque sea ni conduzca de cabeza al horror —muchos crecimos en ella y nos hemos portado bien—, ni porque los argumentos no ideológicos que la sustentan, como el distinto ritmo de maduración, sean falsos, sino porque hay mucho que perder —conocimiento mutuo, comprensión, convivencia— y poco o nada que ganar (mal andaremos si la escuela no puede lidiar con la diferencia entre el alumno y la alumna medios, pues es mucho mayor entre sólo las alumnas o sólo los alumnos).
Más que preocupante resulta la supresión del mandato de covehicularidad en las comunidades con lengua propia. Es de toda lógica que la cooficialidad de las lenguas exige la covehicularidad en la escuela, ya que la lengua es el primer objetivo, el medio dominante y el principal producto de ésta, y que la promesa de que los alumnos saldrán de la escuela dominando las dos lenguas sólo es un brindis al sol; si con eso bastara, ¿por qué no permitir la escolarización en casa de los alumnos cuyas familias puedan asegurarles el mismo nivel que la escuela? La respuesta viene sola: convivencia, socialización, los iguales… o sea, la ciudadanía. Negar al español la condición de lengua vehicular en las escuelas de Cataluña es un mensaje granítico: aquí sólo somos y formamos catalanes. Está por ver su alcance jurídico: llegó con la LOMCE, no estaba en la LOE, luego mal podrá apreciar inconstitucionalidad el Alto Tribunal si no lo hizo entonces. No hay sombra de duda de que el Constitucional ha dicho y repetido que cooficialidad significa covehicularidad, aunque pueda modularse a favor de la lengua más vulnerable; pero el Tribunal lo ha dicho, la Generalitat ha desobedecido, la Alta Inspección no estaba y los Gobiernos de España, casi siempre necesitados de unos pocos votos nacionalistas, se han puesto de perfil: la ciudadanía por un plato de lentejas. Con la letra de la ley en la mano, esta (re)omisión no blinda, como se afirma, la sumersión —mal llamada inmersión— lingüística, pero no hay duda de que quiere hacer cambiar el espíritu ni de que debilita a quienes reclaman una escuela bilingüe, deslegitima a los constitucionalistas y enardece a los nacionalistas.
Sin pretender exhaustividad, terminaré señalando dos carencias. Primera, que la ley apenas roza un problema esencial del sistema: su gobernanza, es decir, la distribución de competencias entre las distintas autoridades; de un lado, con la configuración del “autonómico” el Gobierno cedió masivamente competencias y presupuesto a las autonomías, que se enrocaron para no pasarlo a los entes municipales ni a los centros; del lado opuesto, los docentes siguen reinando en sus aulas ante la impotencia de las direcciones y órganos de participación social. Federalismo sin poderes federales y centros que no centralizan nada, lo que ha traído el espectáculo de inoperancia y reproches mutuos al que, salvo excepciones, asistimos desde el comienzo de la pandemia. Segunda, un impulso mucho más potente a la innovación y la transformación digital, objetivos en los que están empeñadas las empresas, a los que ya se suman las Administraciones públicas, pero a los que todavía se resisten una mayoría de nuestras escuelas, las llamadas a formar a los ciudadanos del mañana.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense. Actualmente es director del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).