Columna

Las conspiraciones en torno a la pandemia

El virus ha exacerbado la incertidumbre y la ansiedad de la gente

Una persona lee en su ordenador portátil una noticia falsa.Jesús Hellín (Europa Press)

El mundo parece haber percibido al fin que la desinformación es un problema grave para la estabilidad democrática. La Comisión Europea animó a los países miembros a actuar contra ella en el Plan de Acción de la Democracia Europea de 2018, y Francia, Italia y España se han puesto a ello. La iniciativa española, plasmada en una orden ministerial intitulada Procedimiento de actuación contra la desinformación, está resultando particularmente polémica, pues deja en manos gubernamentales decidir qué información es falsa y cuál no, lo que seguramente enturbia una frontera sagrada de las socied...

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El mundo parece haber percibido al fin que la desinformación es un problema grave para la estabilidad democrática. La Comisión Europea animó a los países miembros a actuar contra ella en el Plan de Acción de la Democracia Europea de 2018, y Francia, Italia y España se han puesto a ello. La iniciativa española, plasmada en una orden ministerial intitulada Procedimiento de actuación contra la desinformación, está resultando particularmente polémica, pues deja en manos gubernamentales decidir qué información es falsa y cuál no, lo que seguramente enturbia una frontera sagrada de las sociedades abiertas. La cuestión es muy complicada y nadie tiene la receta mágica. Pero hay vida inteligente fuera de los ministerios y allí bullen ideas interesantes que van mucho más allá de las medidas coercitivas.

Un centenar de expertos publicaron en febrero el Routledge Handbook of Conspiracy Theories (el manual Routledge de las teorías de la conspiración), seguramente el análisis más completo e interdisciplinario del fenómeno hasta la fecha. Ojo: cuesta 152 libras esterlinas, o 170 euros, lo que tal vez explique en parte que los bulos se propaguen mucho más que los estudios que pretenden investigarlos. Una de las autoras es Aleksandra Cichocka, psicóloga política de la Universidad de Kent en Canterbury (el Reino Unido), que acaba de presentar en Nature sus ideas para frenar la desinformación. “Más vale evitar que eche raíces que intentar arrancarlas después”, es su lema.

Si Cichocka está en lo cierto, todas las iniciativas contra la desinformación están apuntando a la diana equivocada, porque se basan en vigilar los contenidos, las plataformas digitales y los algoritmos que propagan los bulos, y en imponerles algún tipo de freno o sanción que los desincentive. Pero esta estrategia se deja escapar el punto clave, que es la gente que se los cree y los rebota. Creerse un bulo será una estupidez, pero no un delito, y rebotarlo en las redes no puede perseguirse ni civil ni penalmente. Todos tenemos derecho a comportarnos como idiotas, ¿no es cierto? Es sobre esa vulnerabilidad a la desinformación y a la conspiranoia donde tenemos que actuar.

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Los psicólogos han concluido que la credulidad con la desinformación se debe a tres necesidades profundas de la mente humana: la necesidad de entender el mundo, la de sentirse seguro y la de pertenecer a un grupo social. Son las personas más inseguras, ansiosas y aisladas las que más tienden a tragarse las teorías conspirativas. Cuando la vida te trata mal, prefieres creer que tu desgracia es fruto de una conspiración. Antes sentirse víctima que culpable.

La proliferación de bulos, conspiranoias y desinformaciones durante la pandemia de covid se explica porque el virus ha exacerbado la incertidumbre y la ansiedad. Todos hemos sentido esto, sobre todo durante los confinamientos domiciliarios, que nos han aislado más que nunca. Las mentes más sensatas han acudido a la ciencia y a los medios serios en busca de explicaciones. Muchos otros han preferido ver fantasmas. Las medidas coercitivas no acabarán con la desinformación, porque solo la cogen por las hojas. La conspiranoia persistirá mientras no lleguemos a las raíces.


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