Atrapados en el interior del remolino
La pandemia lo llena todo y ha congelado el tiempo en medio de la caída
Con la llegada de la segunda ola el coronavirus parece instalarse ya como el único marco de referencia para relacionarse con el mundo. No hay otra cosa y, si la hubiera, por alguna parte termina asomando la pandemia. Es lo que hay. El mundo ha sido abducido, succionado, y lo que tenía de diferente y extraño se ha reducido a nada, ya todos son iguales, cada cual con su mascarilla y con los inevitables temores que se declinan de la misma manera en todos los idiomas: número de contagios, de ingresos, de enfermos en la UCI, de muertos. Eso sí, existen lugares tan abandonados que no hay ni margen p...
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Con la llegada de la segunda ola el coronavirus parece instalarse ya como el único marco de referencia para relacionarse con el mundo. No hay otra cosa y, si la hubiera, por alguna parte termina asomando la pandemia. Es lo que hay. El mundo ha sido abducido, succionado, y lo que tenía de diferente y extraño se ha reducido a nada, ya todos son iguales, cada cual con su mascarilla y con los inevitables temores que se declinan de la misma manera en todos los idiomas: número de contagios, de ingresos, de enfermos en la UCI, de muertos. Eso sí, existen lugares tan abandonados que no hay ni margen para contar la parte que toca a ingresos y a trasladados a las unidades de cuidados intensivos. Al que le da fuerte ahí pasa directamente del contagio al otro mundo.
No hay otra conversación que la del coronavirus. Es como si se viviera ya en una situación irreal, en suspenso, de paso, desenfocada, con esa provisionalidad que se eterniza y que, por eso, solo exaspera y angustia. Da la impresión de que le hubiera ocurrido al mundo entero lo que le sucedió a aquel hombre avejentado que cuenta su historia en un célebre relato de Edgar Allan Poe, Un descenso al Maelström. Fue hace unos tres años cuando le ocurrió un extraño episodio, le cuenta al narrador. Han subido desde el interior de Lofoten a la montaña Helseggen, la Nebulosa, muy cerca de la costa de Noruega. Desde ahí ven el mar, asomados a un precipicio. El panorama es imponente, desolado, tenebroso. Háganse cargo, estamos en un relato de Poe, siempre hay oscuridad y desgarros, y un poco de terror. Cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, y la resaca, “que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente”.
Desde donde están se localizan unas cuantas islas, andan observando, cuando de repente aquellas aguas aparentemente en calma estallan en una cólera incontrolable, la vasta superficie del mar se empieza a cuartear en miles de canales sometidos a “una vasta convulsión frenética”, y de pronto una especie de brutal remolino se abre en medio y se precipita hacia dentro succionándolo todo. Edgar Allan Poe habla de un embudo y escribe que su tubo era “una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua”, que gira y gira de manera tumultuosa. Es el enorme remolino del Maelström.
El hombre que cuenta la historia estuvo en su interior. Tenía con su hermano una especie de goleta de unas 70 toneladas con la que pescaban por la zona de manera temeraria: sabían del temible remolino, pero le habían cogido el punto y lo sorteaban siempre. Hasta que un día los pilló desprevenidos y los arrastró. Su hermano murió, él pudo sobrevivir. Lo que es relevante de su relato, y que tanto lo aproxima a lo que se vive con la pandemia, es esa brusca irrupción de un fenómeno que lo altera todo, y en el que incluso una sólida embarcación no es más que una pluma que se encuentra suspendida en medio de un remolino, a punto siempre de caer precipitada en el vacío. “Extraje mi reloj de la faltriquera”, explica el hombre. “Estaba detenido”. Iba cayendo, parecía que caía, y sin embargo seguía vivo. El hombre observó que del fondo emergían fragmentos destrozados, pero también algunos que se conservaban enteros. Esa fue su esperanza. Esa sigue siendo la nuestra.