Otro noviembre americano
No hay ninguna certeza de que el triunfo de Trump y de lo que representa no vaya a repetirse. En cualquier caso, es triste que el único candidato encontrado por la otra parte de EE UU para oponerle sea Joe Biden
El noviembre de la victoria electoral de Donald Trump fue el último que pasé en Nueva York. A los amigos que yo tenía en la ciudad, demócratas con inclinaciones progresistas casi todos, Trump no les causaba ninguna inquietud, incluso cuando las encuestas empezaron a resultarle favorables, a partir del momento crítico en que el director del FBI anunció que habría nuevas revelaciones dañinas sobre Hillary Clinton en su...
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El noviembre de la victoria electoral de Donald Trump fue el último que pasé en Nueva York. A los amigos que yo tenía en la ciudad, demócratas con inclinaciones progresistas casi todos, Trump no les causaba ninguna inquietud, incluso cuando las encuestas empezaron a resultarle favorables, a partir del momento crítico en que el director del FBI anunció que habría nuevas revelaciones dañinas sobre Hillary Clinton en su época de secretaria de Estado. Las revelaciones quedaron en nada, pero la ventaja de Clinton empezó a reducirse, y quienes pensaban que a Trump iba a hundirlo aquel audio célebre sobre las alegrías de agarrar a las mujeres “by the pussy” se llevaron una amarga sorpresa. En Nueva York, en mi barrio, el Upper West Side, el epicentro del activismo demócrata en todo el país, el barrio de los judíos ilustrados, el ambiente electoral era de una extraña apatía. Las encuestas seguían dando la victoria a Clinton, pero el ambiente de la calle lo escamaba y lo desalentaba a uno, sobre si se acordaba de la animación de ocho años atrás, cuando la cara y el nombre de Barak Obama estaban en todas partes, en los parachoques de los coches, en los escaparates de las tiendas, hasta en los dibujos con tizas de colores que hacía un artista fervoroso en las aceras del barrio.
Hacia Hillary Clinton la gente progresista del Upper West no sentía ningún entusiasmo, y quien no recelaba de ella tanto como de su marido la detestaba abiertamente, y se exasperaba de que el Partido Demócrata no hubiera encontrado otra candidatura. A Donald Trump no lo tomaban en serio. Era difícil conceder algún crédito o encontrar peligroso a un exshowman de la televisión que se vestía como los mafiosos de los barrios periféricos de Nueva York —los outer boroughs: los territorios sociales equivalentes a la New Jersey de Tony Soprano— y gesticulaba y hablaba exactamente como ellos. El lenguaje verbal y corporal de Donald Trump es el de un wise guy: no los mafiosos investidos de intensidad de melodrama a la manera mentirosa de Coppola y de Martin Scorsese, sino los groseros y vulgares de la mediocre realidad, que aparecían en las fotos sensacionalistas de portada del New York Post, o en los pasajes de más precisión documental de Los Soprano. Esos abrigos largos de hombreras colosales, ese corte de pelo, a la vez exhibicionista y esperpéntico, a quien más recuerdan es al ya difunto Godfather John Gotti, que a su vez había aspirado a parecerse a los Corleone interpretados por Marlon Brando y Al Pacino: todos parodias de parodias, negociantes fulleros, beneficiarios corruptos de concesiones municipales de recogidas de basuras, muy agresivos en sus acentos y sus gestos, construyéndose mansiones con mármoles y dorados, cuyo paroxismo estético son las torres de apartamentos y los casinos de Trump.
Las personas de Manhattan, y de las zonas prósperas de Brooklyn, miran bastante por encima del hombro a los provincianos de los barrios exteriores, tanto como a los de New Jersey a los que llaman bridge and tunnel people: la gente que por no vivir en Manhattan ha de ir y venir por los túneles bajo el Hudson o por el puente George Washington. Que en esas zonas abunde la clase trabajadora, los blue collars, policías y bomberos, la clase media baja y blanca que tiene una casita en Staten Island o Queens y siempre vota republicano, es un indicio de esas fracturas políticas que se corresponden con los abismos sociales del país. Trump era una parodia de gran empresario cuyo lugar natural no podía ser otro que aquel programa, The Apprentice, en el que obtuvo una inmensa popularidad interpretando una versión de sí mismo aún más exagerada y fraudulenta que la que interpretaba en la vida real. Firmaba libros de mucho éxito que él no había escrito. Hacía ostentaciones de una riqueza tan dudosa como el pan de oro que brillaba en las letras de su nombre en todos los edificios que hacía construir. La clase cultivada neoyorquina que vota al Partido Demócrata y tiene del resto del país una visión tan vaga como la de los barrios exteriores de su misma ciudad no encontraba motivos de inquietud ante la candidatura de un personaje semejante.
Una semana antes de las elecciones comí con un amigo mío y con su hijo de veintitantos años, muy brillante, recién licenciado en la universidad. Al padre, Trump le parecía tan ridículo y ajeno que no alcanzaba ni a prestarle atención. El hijo me dejó estupefacto al decirme que, no pudiendo votar a Bernie Sanders, Hillary Clinton le parecía tan detestable que estaba dispuesto a votar por Trump.
Tenía una cita con otro amigo a la mañana siguiente de las elecciones. Era un antiguo radical de los sesenta, y había votado sin entusiasmo alguno por Hillary Clinton, pero no lo vi alarmado por la victoria de Trump, ni siquiera desolado. Las instituciones americanas eran muy sólidas, me dijo. Por muy disparatado que pudiera ser Trump, tendría que aceptar las limitaciones de la separación de poderes y el imperio de la ley. Y en cualquier caso, al cabo de cuatro años habría otras elecciones, y lo más probable sería que Trump las perdiera, y que todo volviera más o menos a su cauce. En ningún momento hubo entre la gente que yo conocía ni un atisbo de aquella movilización universal de emergencia que llevó a tantos electores franceses a votar por Emmanuel Macron para evitar a toda costa una victoria de Marine Le Pen.
A quienes nos hemos criado en países más convulsos, aquella confianza de nuestros amigos neoyorquinos en sus instituciones nos parecía más bien insensata, y hasta algo arrogante (en el excepcionalismo americano no solo creen los republicanos evangélicos). Cuatro años más tarde, la sensación de derrumbe es más grave todavía porque a estas alturas no hay ninguna certeza de que el triunfo de Trump y de todo de lo que él representa y todo lo que encubre no vaya a repetirse. Ni la imaginación más pesimista podía haber vislumbrado en noviembre de 2016 la escala de la calamidad que se avecinaba. El despotismo del dinero y la disgregación de la desigualdad y la pobreza han corrompido la política americana, favorecido a los que más tienen y alimentado en multitudes de desposeídos un rencor social que los impulsa a volcar su esperanza mesiánica en un gánster que actúa al servicio y al dictado de los señores del mundo: los que se aprovechan de sus bajadas de impuestos, los que se enriquecen más todavía gracias a la negación del cambio climático y al sabotaje de todas las medidas de protección ambiental que pudieran limitar en algo los beneficios de las grandes compañías extractivas. Las payasadas de Trump son irrelevantes: sirven para distraer de políticas de fondo tan destructivas a largo plazo como la culminación de un tribunal supremo de jueces vitalicios dedicados a eliminar regulaciones y controles en la economía y tal vez también libertades personales como la del aborto. El sistema electoral estadounidense es muy complicado y muy arcaico, y unos miles o centenares de votos en un cierto Estado pueden influir más que centenares de miles en otro. Pero es muy triste que frente a la amenaza de Donald Trump y de todas las fuerzas abrumadoras que lo apoyan, el único candidato posible que la otra parte del país ha podido oponerle sea ese rutinario profesional de la política, ese anciano bienintencionado y vacilante, Joe Biden.
Antonio Muñoz Molina es escritor.