Hermano del alma
Hay que enamorarse de lo que uno hace para ser superior a los dioses, para demostrarles que cualquier historia emprendida o culminada desde el enamoramiento es muy superior a otras pergeñadas desde la perfección
Hay entre los numerosos, aunque nunca suficientes, estudiosos de los antiguos griegos una importante fracción que forman los que creen que los dioses envidian de nosotros los humanos la capacidad de enamorarnos. Esa capacidad es la que, seguramente, nos distingue de ellos. Y no es pequeña.
Sé muy poco del mundo clásico, mucho menos de lo que me gustaría y de lo que debería. De ese poco, casi todo me viene de mi hermano Javier, el viajero, y más recientemente de Francisco Pereña, un doctísimo hombre que se ha hecho a sí mismo un especialista en lo que le da la gana.
Ambos, y maest...
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Hay entre los numerosos, aunque nunca suficientes, estudiosos de los antiguos griegos una importante fracción que forman los que creen que los dioses envidian de nosotros los humanos la capacidad de enamorarnos. Esa capacidad es la que, seguramente, nos distingue de ellos. Y no es pequeña.
Sé muy poco del mundo clásico, mucho menos de lo que me gustaría y de lo que debería. De ese poco, casi todo me viene de mi hermano Javier, el viajero, y más recientemente de Francisco Pereña, un doctísimo hombre que se ha hecho a sí mismo un especialista en lo que le da la gana.
Ambos, y maestros tan indiscutibles como Agustín García Calvo o Rafael Sánchez Ferlosio, son parte de esa por suerte inextinguible legión de hombres y mujeres que, como Irene Vallejo más recientemente, nos muestran que el camino es ese, que hay que enamorarse de lo que uno, o una, hace para ser superior a los dioses, para demostrarles que cualquier historia emprendida o culminada desde el enamoramiento es muy superior a otras pergeñadas desde la perfección o desde la intachable preparación que augura siempre textos tan inequívocos como los que consiguen los bancos en su pertinaz correspondencia.
Una perfección a la que se refieren algunos poetas hoy esenciales, como los obvios por imposibles de evitar T. S. Eliot o W.H. Auden, que anuncian oscuramente en sus proclamas lo que el mundo nos guarda. Pero esos grandes no son profetas, sino algo más cercano a nosotros. Son, en realidad, unos misioneros del enamoramiento, no del amor romántico y estúpido que nos venden cada día los mercaderes de hamburguesas malas. Son, en ocasiones, vendedores de un amor brusco, posesivo en periodos muy cortos. Dice Auden que o bien nos amamos los unos a los otros o bien morimos. Habla del amor físico, sin ningún equívoco. Y eso lo podemos, o lo debemos, extender a lo que hacemos cada día fuera de nuestra rutina. Podemos ser mejores que los dioses si nos enamoramos de lo que hacemos. Aunque enamorarnos nos pueda turbar el juicio.
Esa gran lección de vida la deja mi hermano del alma concluida en su último —por ahora— viaje, ese al que me desinvitó con unas palabras consoladoras: “Te llevaría, pero creo que es muy largo y no estás en forma”.
Poca cosa, lo único que hace a los dioses superiores es que viven para siempre.