Columna

Gran Vía blues

Nunca vi esta calle tan triste. La vida, la gente, el tráfico, discurren a cámara lenta. Da entre pena y miedo

La Gran Vía madrileña el sábado pasado.Víctor Lerena (EFE)

Vivo en la periferia confinada y, entre el teletrabajo y la cuarentena, voy a Madrid solo un par de veces por semana, cuando antes iba a diario. Uno de mis destinos fijos es la Gran Vía, termómetro del ánimo de la urbe con menos error que una PCR. Creo ser objetiva. Llevo 40 años mirándola y aún la veo con esos ojos de nativa y cateta al tiempo que no se nos quitan nunca a quienes nacimos y vivimos allende la M-50. Nunca la vi tan triste. La vida, la gente, el tráfico, discurren a cámara lenta aunque no haya atascos, que los sigue habiendo en cuanto un taxi para a un cliente, con el consiguien...

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Vivo en la periferia confinada y, entre el teletrabajo y la cuarentena, voy a Madrid solo un par de veces por semana, cuando antes iba a diario. Uno de mis destinos fijos es la Gran Vía, termómetro del ánimo de la urbe con menos error que una PCR. Creo ser objetiva. Llevo 40 años mirándola y aún la veo con esos ojos de nativa y cateta al tiempo que no se nos quitan nunca a quienes nacimos y vivimos allende la M-50. Nunca la vi tan triste. La vida, la gente, el tráfico, discurren a cámara lenta aunque no haya atascos, que los sigue habiendo en cuanto un taxi para a un cliente, con el consiguiente eslalon de ciclistas con caprichos ajenos a la chepa. Ahí siguen las eternas obras del metro en Montera, los sin techo a orilla de un Loewe sin turistas de lujo ni de los otros, el pueblo que es la megalópolis al doblar la esquina. No está, ay, la elegantísima señora que pedía frente a Chicote, y el propio Chicote está, ay, cerrado como uno de cada tres negocios de Alcalá a Plaza de España. Flota un aire de fin del cuento sin que empiece otro. Da entre pena y miedo.

Las únicas que conservan cierto ambiente son esas tiendas de ropa donde nos vestimos todos, Y este año nos quieren casi de luto. Se ha hecho viral una foto de una de ellas con vestidos tan lúgubres que, a su vera, las hijas de Bernarda Alba parecerían gogós de discoteca. Lo peor es que el funeral se repite en casi todas. Este otoño, hasta los modistos han sacado ropa de batalla sabiendo que mucho género se les va a quedar en las perchas. Los colorines solo se ven en esas mascarillas permanentes. Cien veces las he tenido en la mano y cien las he devuelto. Ilusa, prefiero las quirúrgicas, feas con avaricia, a resignarme a la idea de que esto se eternice. Eso han debido de pensar también los amos de un hotel de cuatro estrellas que, aprovechando el parón, está de obras para la quinta. Estoy por reservar ya una noche. Los sueños, como el miedo, son libres.

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