Volvamos a Montesquieu
Cabe preguntarse si el diseño normativo del poder judicial lleva al político a inmiscuirse en sus asuntos
Como es de sobra conocido, Montesquieu dejo escrito en su cada vez más útil El espíritu de las Leyes que el poder judicial debía ser un “poder nulo”, la boca que pronuncia las palabras de la ley. Por eso, durante mucho tiempo los jueces eran poco menos que invisibles en nuestra sociedad; anónimos funcionarios que aplicaban las leyes aprobadas por el poder legislativo. Sin embargo, hoy ocupan las primeras páginas de los periódicos, reciben etiquetas ideológicas y algunas de sus sentencias son criticadas ásperamente, como si se tratara de documentos políticos y no de resoluciones derivada...
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Como es de sobra conocido, Montesquieu dejo escrito en su cada vez más útil El espíritu de las Leyes que el poder judicial debía ser un “poder nulo”, la boca que pronuncia las palabras de la ley. Por eso, durante mucho tiempo los jueces eran poco menos que invisibles en nuestra sociedad; anónimos funcionarios que aplicaban las leyes aprobadas por el poder legislativo. Sin embargo, hoy ocupan las primeras páginas de los periódicos, reciben etiquetas ideológicas y algunas de sus sentencias son criticadas ásperamente, como si se tratara de documentos políticos y no de resoluciones derivadas de aplicar el ars iuris a unos hechos concretos. Esto sucede paradójicamente con una Constitución, la del 78, que se preocupa por su neutralidad como ninguna otra lo había hecho antes: garantiza su independencia e inamovilidad, saca la competencia de sus nombramientos de la órbita del Gobierno, les prohíbe la actividad política, etc.; incluso crea un Tribunal Constitucional para que se encargue de la interpretación de la norma más difícil de interpretar con criterios técnicos, la Constitución. Admitiendo que la causa de esta politización de la Justicia reside en una cultura política que no entiende de separación de poderes, ni lealtades institucionales (como se demuestra cada vez que se filtra un mensaje de whatsapp o una conversación privada), cabe preguntarse si el diseño normativo de nuestro poder judicial adolece de una mala regulación que facilita la tendencia del poder político (que es el Gobierno, pero también la oposición) a inmiscuirse en sus asuntos.
Como no se trata de exponer aquí un exhaustivo plan de choque, como ha hecho el Ministerio de Justicia para evitar el colapso de los tribunales poscovid, trataré solo dos aspectos normativos que dificultan la separación entre jueces y políticos que la Constitución establece. Empecemos por el más fácil de exponer, pero más difícil de cambiar (porque todos los partidos están de acuerdo en mantenerlo): la pasarela que la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) establece para que los jueces pasen a la política y luego, sin solución de continuidad, vuelvan a la judicatura. La Constitución prohíbe que los jueces “en activo” puedan presentarse a las elecciones o desempeñar cargos públicos; sin embargo, el artículo 351 de la LOPJ ordena que en estos supuestos los jueces pasarán a la situación de “servicios especiales”. Como ya no están en activo, debió decir el legislador para sí mismo (porque en los diarios de sesiones no hay ni rastro de sus razones), pues no hay obstáculo constitucional. Y así nos acostumbramos a tener un ramillete de jueces en puestos públicos que cuando acaban su respetable tarea política vuelven a la judicatura como si tal cosa, incluso computando esos años como años de servicio judicial. El fraude a la Constitución, de por sí evidente, se agranda cuando lo comparamos con otros empleados públicos: mientras la Constitución impide a jueces y militares dedicarse a la política y se lo permite a los demás funcionarios, en la legislación ordinaria no se mantiene ese dualismo sino que los jueces se equiparan al resto de funcionarios y únicamente los militares se ven forzados a dejar su profesión si quieren ser políticos. El daño que causa esta puerta giratoria de los jueces-políticos para la imagen de independencia que necesita la Judicatura es grande, por no hablar de la tentación que puede suponer para más de un juez a la hora de dictar alguna que otra sentencia delicada.
El otro error de diseño legal, de sobra conocido, es la configuración del Consejo General del Poder Judicial, con sus veinte vocales elegidos por las Cortes según cuotas de partidos, con la coda de su presidente también pactado. La razón fundamental es lógicamente la cultura política no el texto de la ley: el problema no existiría si, primero, la elección de los vocales no se hiciera por cuotas y si, después, estos veinte vocales eligieran libremente a quien consideraran más idóneo. Pero no parece que en España queden ya muchos juristas que sean capaces de hacer lo que hicieron los recién elegidos miembros del Tribunal Constitucional en julio de 1980: cuando el ministro de Justicia sugirió quien debía de ser el presidente, cortésmente le hicieron saber que, debido a esa injerencia, no podrían votarlo.
La primera mejora normativa que podría hacerse es volver al sistema de 1980, cuando los 12 vocales jueces del CGPJ fueron elegidos por los propios jueces (aunque por un erróneo sistema mayoritario). Pero incluso manteniendo el sistema de elección íntegramente parlamentaria, el sistema podría mejorarse; por ejemplo, de la manera que los profesores Fuertes y Sosa Wagner han propuesto: convocatoria de las vacantes, audiencias en las Cortes para examinar a los candidatos y sorteo final entre los que hubieran superado ese escrutinio. Una buena manera de acabar con las cuotas. Por mi parte, añado que podría ayudar a despolitizar el Consejo que en lugar de realizar su renovación en bloque se hiciera paulatinamente, como es norma en los órganos técnicos, aunque solo fuera en dos tandas.
Como un subproducto del vigente sistema de elección del Consejo, en la actualidad su renovación lleva un retraso de dos años. Situación nada inédita como demuestra que la Ley Orgánica 4/2013 ya contiene unas disposiciones para la “eliminación de situaciones de bloqueo en la constitución del Consejo”, que ahora se están demostrando ineficaces. Estas disposiciones se podrían reforzar con otras, como podría ser el cese automático del Consejo pasados seis meses de la expiración de su mandato. Pero sin necesidad de cambiar la Ley, los actuales miembros del Consejo pueden ayudar a los partidos, en general, y al PP en particular —que ahora ha descubierto que el sistema de elección parlamentaria no es el mejor— a cumplir con sus obligaciones constitucionales: basta que se comprometan a dimitir si en un plazo determinado no se ha producido su renovación. Seguramente que el Presidente del Consejo, que ya ha manifestado reiteradamente la necesidad de su sustitución, le está dando vueltas a esa idea; y mucho más, el vocal que ha presentado un duro escrito defendiendo que un Consejo caducado debería de abstenerse de hacer nombramientos.
Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.