Análisis

¿Por qué los mataron?

Con 31 años de retraso, la Audiencia Nacional española ha condenado a 133 años de prisión a Inocente Orlando Montano como responsable de los asesinatos de los cinco jesuitas españoles

El exmilitar salvadoreño Inocento Orlando Montano durante una sesión de su juicio en Madrid.EFE

Madrugada del 16 de noviembre de 1989 en San Salvador (CA). Militares del batallón Atlacatl, entraron violentamente en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y, en cumplimiento de una acción planificada y decidida por la cúpula militar salvadoreña, asesinaron al rector de la UCA, el jesuita Ignacio Ellacuría, a cinco compañeros de la Compañía de Jesús, a la empleada doméstica Julia Elba Ramos y a su hija Celina, de 15 años. Con 31 años de retraso, la Audiencia Nacional española ha condenado a 133 años de prisión al entonces viceministro de Seguridad Pública de El Salvador, Inoc...

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Madrugada del 16 de noviembre de 1989 en San Salvador (CA). Militares del batallón Atlacatl, entraron violentamente en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y, en cumplimiento de una acción planificada y decidida por la cúpula militar salvadoreña, asesinaron al rector de la UCA, el jesuita Ignacio Ellacuría, a cinco compañeros de la Compañía de Jesús, a la empleada doméstica Julia Elba Ramos y a su hija Celina, de 15 años. Con 31 años de retraso, la Audiencia Nacional española ha condenado a 133 años de prisión al entonces viceministro de Seguridad Pública de El Salvador, Inocente Orlando Montano, como responsable de los asesinatos de los cinco jesuitas españoles. Por fin se ha hecho justicia, pero solo parcialmente, porque han quedado fuera los asesinatos de los tres salvadoreños: Joaquín María López y López y las dos mujeres.

La pregunta que vengo haciéndome en mis frecuentes viajes a San Salvador como profesor de la UCA mientras recorro los lugares donde se produjeron los hechos sangrientos es ¿por qué los mataron? No fue, ciertamente, por su colaboración con la guerrilla, de la que los acusaron torticeramente y con maledicencia algunos sectores eclesiásticos de la Iglesia salvadoreña e incluso del Vaticano durante el pontificado de Juan Pablo II y la presidencia del cardenal Ratzinger de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Las mujeres y los hombres asesinados eran personas de paz, que siempre condenaron la violencia.

Cuatro fueron, a mi juicio, las verdaderas razones del óctuple asesinato. La primera, porque analizaron críticamente la realidad yendo a la raíz de las injusticias sociales y de la violencia estructural del sistema, ofrecieron una narrativa alternativa a la oficial y señalaron a los culpables. Y eso, afirma Jon Sobrino, no se perdona. La segunda razón fue la denuncia profética que siguiendo la estela de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980, hicieron de la alianza de los poderes políticos, militares y económicos, con el apoyo de algunos sectores del clero y del episcopado, y de los escuadrones de la muerte como instrumento al servicio de dichos poderes.

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La tercera, que practicaron la opción evangélica por las personas empobrecidas y los sectores más vulnerables, vivieron la ética de la compasión con las víctimas, defendieron la vida de las mayorías populares y del “pueblo crucificado”, en expresión de Ellacuría, amenazada a diario en el infierno de la muerte en que se había convertido El Salvador tras diez años de guerra. En cuarto lugar, defendieron la vía del diálogo y la negociación para terminar con el conflicto y lograr la paz, fundada en la justicia. Finalmente, como teólogos anunciaron el Evangelio como Buena Noticia de la Liberación y soñaron, despiertos, con “otro Salvador posible” en el horizonte de la utopía del reino de Dios.

Coincido con el filósofo Carlos Molina, profesor de la UCA, en que “muchas comunidades de creyentes y no creyentes, comprometidas con la emancipación humana, encontraron en la vida y la muerte [de las ocho personas asesinadas] una razón y una inspiración para luchar”.

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