Columna

La puñalada

Con la que se viene, el querer y no poder no va a ser parecer rico a ratos sin serlo, sino trabajar y comer tres veces al día

Una mujer da unas monedas a una persona sin recursos en Valencia.Juan Carlos Cárdenas (EFE)

El martes, a las siete de la tarde, me dieron una puñalada sin tocarme un pelo y a más del metro y medio de distancia obligada por el virus. Estaba con una amiga en una terraza pijísima sin llegar a exclusiva —3,80 un refresco— y vino un mendigo. Era el tercero o cuarto que lograba sortear el control de los camareros, probablemente rescatados del ERTE y temiendo el próximo, y entrenados para espantar a los pedigüeños y no molestar a los señores clientes. A todos los despachamos con una moneda o un “lo siento, no tengo suelto”. Pero este parecía distinto. Le vi demorarse de más en la mesa de al...

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El martes, a las siete de la tarde, me dieron una puñalada sin tocarme un pelo y a más del metro y medio de distancia obligada por el virus. Estaba con una amiga en una terraza pijísima sin llegar a exclusiva —3,80 un refresco— y vino un mendigo. Era el tercero o cuarto que lograba sortear el control de los camareros, probablemente rescatados del ERTE y temiendo el próximo, y entrenados para espantar a los pedigüeños y no molestar a los señores clientes. A todos los despachamos con una moneda o un “lo siento, no tengo suelto”. Pero este parecía distinto. Le vi demorarse de más en la mesa de al lado, valoré escapar al baño y dejarle el marrón a mi colega, pero no me dio tiempo. ”¿Tienes algo para mí?”, me espetó mirándome a los ojos, oliendo mi apuro. Bajé los míos, abrí la cartera y le di mi último euro en metálico, tragándome la vergüenza propia y el sufrimiento ajeno. “Dame un billete, lo necesito y tú no. Sé cuándo alguien tiene dinero y tú lo tienes”, me clavó la daga. Me defendí farfullando que no podía dar a todo el mundo mientras él se iba dignísimo con mi euro de mierda y yo me quedaba con su navaja en el hígado sus buenos 10 minutos.

Los que tardé en apurar la cocacola, arrastrar a mi amiga a las rebajas de Adolfo Domínguez, comprarme tres pingos que no necesito y escuchar el pitido del móvil sobre el datáfono pagando 100 pavos como quien oye tocar al tiempo a gloria y a muerto. Nada nuevo. Lo mismo de siempre. El puedo, el quiero, el quiero y no puedo y el no puedo en absoluto. La desigualdad indecente. El capitalismo. La diferencia es que, con la que se viene, el querer y no poder no va a ser parecer rico a ratos sin serlo, sino trabajar y comer tres veces al día. A mi atracador le doy las gracias y, si vuelvo a verlo, igual le doy un billete. Aún me escuece su estocada cuando me acuerdo. Pero me dio escrito el primer artículo del curso. Y eso no está ni agradecido ni pagado.


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