Editorial

Hay que actuar ya

Los rebrotes de la pandemia obligan al Gobierno y a las comunidades a intervenir con determinación

Cribado de covid-19, realizado en el barrio del Besòs i el Maresme de Barcelona hace unos días.Alejandro Garcia (EFE)

La pandemia del coronavirus irrumpió en invierno en España con una virulencia inusitada, azotando con fuerza a un país muy abierto al exterior, de economía dinámica y destino masivo de turistas que, al igual que tantos otros, no contó con la capacidad de reacción, con las medidas de prevención necesarias ni con los equipos suficientes para hacerle frente.

Superada la improvisación con que se acometió la crisis en las primeras semanas y estabilizada la situación después de la pérdida de más de 44.000 vidas, la desescalada gradual dio tiempo al Gobierno y a las comunidades autónomas —que ...

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La pandemia del coronavirus irrumpió en invierno en España con una virulencia inusitada, azotando con fuerza a un país muy abierto al exterior, de economía dinámica y destino masivo de turistas que, al igual que tantos otros, no contó con la capacidad de reacción, con las medidas de prevención necesarias ni con los equipos suficientes para hacerle frente.

Superada la improvisación con que se acometió la crisis en las primeras semanas y estabilizada la situación después de la pérdida de más de 44.000 vidas, la desescalada gradual dio tiempo al Gobierno y a las comunidades autónomas —que recuperaron sus competencias tras el estado de alarma— a prepararse para evitar los rebrotes y un nuevo desbordamiento de la sanidad pública. Desgraciadamente, no ha sido así. El propio Fernando Simón elevó su tono este jueves pasado al reconocer que en algunas zonas la epidemia está fuera de control. De nuevo, tarde.

Pese a los avisos de la OMS y organizaciones médicas y sanitarias, pese a las certezas sobre las medidas básicas necesarias de rastreo, detección y aislamiento de los contagiados y al dinero desplegado para hacer frente a la pandemia, España es el país europeo con peores cifras de nuevos contagios, según publicó esta semana el Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades. El dato en sí no fue una sorpresa, pues desde hace semanas España ya era el segundo país en brotes después de Luxemburgo, incomparable por su dimensión. Algunas comunidades llevan semanas situadas entre las 10 regiones europeas con mayor cantidad de contagios. La situación se agrava con la constancia implacable de una crisis anunciada que, esta vez, es responsabilidad y fracaso de todos: los Gobiernos de España y de las autonomías donde se da la mayor incidencia; y en parte también del conjunto de la sociedad.

Habrá tiempo para analizar las razones últimas de este nuevo fracaso: el estilo más sociable y callejero de las relaciones en España es sin duda un hecho distintivo, pero no muy diferente al de otros países mediterráneos. Las medidas y restricciones han sido en general importantes, mayores incluso que en países con menor incidencia, pero insuficientes en áreas sensibles. La responsabilidad individual es clave en el control de esta enfermedad, como se ha subrayado con insistencia, pero nada hace pensar que los españoles sean más irresponsables que otros europeos. Por el contrario, los datos que arroja la gestión pública señalan agujeros que a estas alturas son imperdonables. Si las autoridades han exigido a los ciudadanos un comportamiento responsable, aún más exigible es que el suyo también lo sea. Y no siempre, ni en todos los casos, ha sido así.

La falta de rastreadores —una figura tan sencilla de identificar y establecer como relevante— ha sido clamorosa en comunidades de fortísima incidencia y peso como Cataluña o Madrid. La situación de la atención primaria y de las plantillas hospitalarias, tensionadas ya por la reacción a la pandemia y sin los refuerzos necesarios, agrava la situación y arroja sombras sobre el descuido que sufrirán otras patologías que hoy se ven de nuevo postergadas por la prioridad de la pandemia.

La confusión en las cifras y la disparidad entre los fallecidos que ofrecen las comunidades y el Gobierno, por ejemplo, es solo otro botón de muestra de una falta de coordinación incomprensible más de cinco meses después de la declaración oficial de la pandemia por parte de la OMS. La situación precaria de los temporeros, que no por anunciada fue solventada a tiempo, es otro de los agujeros. Así como la falta de realización de pruebas a los inmigrantes que llegan en patera o los test masivos a trabajadores de residencias y colectivos sensibles.

Hay razones cercanas y hay también razones de fondo. España gasta menos en sanidad que la media europea, según informes de la OCDE. La tasa de enfermeras y de camas por habitante es más baja y los recortes tras la crisis dejaron unas costuras que no se han cerrado. La disparidad de decisiones judiciales sobre las medidas tomadas por los Gobiernos —la última es la anulación judicial de las nuevas restricciones en Madrid— sugiere además la necesidad de actualizar una legislación ya superada, pensada más como reacción que como anticipación. Entre el estado de alarma y la negativa de los jueces debe haber instrumentos jurídicos adecuados.

Tiempo habrá, efectivamente, para analizar por qué España va peor que sus vecinos europeos. Pero no lo hay apenas para reaccionar en materias urgentes como el apuntalamiento de la sanidad con los medios necesarios, el cuidado de las residencias, la vigilancia de las condiciones de trabajo de los temporeros o el control efectivo del ocio nocturno que se ha revelado nocivo para esta crisis. Igual que en marzo, los errores se han repetido, pero, a diferencia de entonces, hoy hay caminos más claros para transitar por la pandemia. Es urgente exigir que los gestores —el Gobierno y las comunidades— asuman el liderazgo necesario para hacerlo con determinación. No lleguemos tarde, una vez más.

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