Memoria en llamas
Las redes sociales abren un campo de batalla donde lo que está en juego es la legitimidad de las identidades. En cada retuit, una forma de reafirmarse ante el mundo, pero también de dictar sentencia sobre la libertad de otras
Madrugada del 28 de junio de 1969. Las clientas habituales del Stonewall Inn —un bar oscuro de la mafia neoyorquina, situado en la zona oeste de Manhattan— se alzan contra las redadas policiales a ladrillazo limpio. Cada proyectil, un pedazo de memoria. El Stonewall era uno de los pocos locales donde se permitía la entrada a queers. Lesbianas, drag queens, jóvenes trans y trabajadoras sexuales convertían el local en un refugio nocturno. La paz nunca duraba demasiado. Bajo el pretexto de controlar la venta irregular de alcohol, la policía asaltaba el Stonewall y sometía a s...
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Madrugada del 28 de junio de 1969. Las clientas habituales del Stonewall Inn —un bar oscuro de la mafia neoyorquina, situado en la zona oeste de Manhattan— se alzan contra las redadas policiales a ladrillazo limpio. Cada proyectil, un pedazo de memoria. El Stonewall era uno de los pocos locales donde se permitía la entrada a queers. Lesbianas, drag queens, jóvenes trans y trabajadoras sexuales convertían el local en un refugio nocturno. La paz nunca duraba demasiado. Bajo el pretexto de controlar la venta irregular de alcohol, la policía asaltaba el Stonewall y sometía a sus clientas a humillaciones y agresiones sexuales. En su brillante y desgarradora novela Stone Butch Blues (1993), Leslie Feinberg ofrece un testimonio en primera persona de las palizas y violaciones a las que eran sometidas las mujeres trans, drag queens y lesbianas —especialmente las butch, es decir, las lesbianas masculinas— en las comisarías. Estas violaciones, llamadas violaciones correctivas, ejecutaban el mandato patriarcal de “corregir” cualquier “desviación” de la norma sexual a golpe de macho. Mujeres trans y lesbianas butch demostraban, solo con existir, que las fronteras del género no eran tan fáciles de patrullar. A unas, se las castigaba por querer ser femeninas; a otras, por no querer serlo.
Volvemos a la madrugada del 28 de junio de 1969. Las bolleras, las putas y las niñas maricas están hartas de la porra del macho. Ellas dicen basta, se alzan sobre sus tacones, gritan “Gay Power!” y deciden que no se mueven. No van a ir a comisaría. La multitud crece. La rabia y la esperanza crean una alianza de combatientes en legítima defensa. Una alianza queer más allá de las identidades individuales. Recordemos que, antes de ser trasladado a la esfera académica, queer era un insulto utilizado en inglés para señalar a los “bichos raros” de la sociedad. Ahí entraban, de forma indiscriminada, lo que en castellano serían “bolleras” y “maricas”, pero también “tullidos”, “locas”, “moros”, “sudacas” o “retrasados”. Queer es quien no encaja en la norma, quien sobra, quien debería quedarse fuera.
Del mismo modo que queer pasó de ser un ataque a una expresión de orgullo, los insultos que he incluido en la lista han sido reapropiados por colectivos feministas, antirracistas y con diversidad funcional. Las palabras viven muchas vidas, su memoria es infinita. Queer tiene una memoria marcada por los ladrillazos del 69 y por las violaciones correctivas; marcada por la lucha constante por vivir una vida digna y por negarse a renunciar a la libertad de decisión sobre el propio cuerpo.
Pero ¿por qué demonios me importa tanto la memoria de la palabra queer? ¿Por qué este interés rayano en la nostalgia por un pasado que está, pareciera, tan lejano? Tal vez, porque tenemos una tendencia peligrosa hacia la amnesia colectiva. Enterramos a las muertas de la historia en cualquier fosa y miramos a otro lado. No deberíamos sorprendernos cuando vuelven para rondarnos. Los espectros del Stonewall —pero también de las lesbianas internadas en los centros psiquiátricos de la España franquista; de las mujeres trans condenadas por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social; de las militantes antifranquistas torturadas en cuarteles— regresan conjurados por nuevas voces.
Ahora, las brujas arden en la hoguera virtual. Las redes sociales abren un campo de batalla donde lo que está en juego es la legitimidad de las identidades. En cada retuit, una condena o una mitificación; una forma de reafirmarse ante el mundo y de alinearse con otras personas, pero también de dictar sentencia sobre la libertad de otras. TERF es una etiqueta más. Aunque la transfobia y la transmisoginia existían en algunas esferas feministas antes de Internet, bajo la cultura del clic hemos creado un debate frívolo, simplista y profundamente falaz. La guerra de “las TERF” vs. “las queers”. Nuevo capítulo cada semana. La banalización del odio ha encontrado un nuevo espacio. También la maldita amnesia. ¿Cómo hemos convertido el legado de la lucha y el dolor en un partido de fútbol?
Las muertas regresan para ayudarnos a recordar. Atrapada en medio de un debate tramposo, donde la negación de la libertad sexual equivale la afirmación de esta misma, pienso en el doloroso discurso de Sylvia Rivera en el Orgullo Gay de Nueva York de 1973. Con 17 años, Rivera se había enfrentado a la policía en el Stonewall Inn. En 1970 había fundado, junto a Marsha P. Johnson, el colectivo STAR para apoyar a jóvenes queers que sobrevivían en la calle. En 1973, buena parte del público del Orgullo la abucheó brutalmente para que bajara del escenario. Una mujer trans, trabajadora sexual y pobre ya no encajaba en la fiesta de la libertad. “Me decís que esconda el rabo entre las piernas. ¡Estoy harta de esta mierda! Me han pegado palizas, me han roto la nariz, me han metido en la cárcel, he perdido mi trabajo, he perdido mi casa. Por la liberación gay. ¿Y me tratáis así? ¡¿Qué coño os pasa?!”
¿Qué coño nos pasa?
Amanda Mauri es investigadora feminista. MSc en Estudios de Género por la London School of Economics.