Sandías amargas
En el último escalafón de la precarización, doblemente golpeados por la pandemia, hay hombres y mujeres que apagan la sed ajena a costa de la propia
Antes de que abandonaran su cuerpo inerte por un golpe de calor junto a un ambulatorio, Eleazar Blandón se había fotografiado para su familia en la explotación agraria de Murcia donde jornaleaba. A su espalda se ve una hilera de contenedores rebosantes de sandías. Cada uno de esos palots se llenan con frutos de hasta ocho kilos que los temporeros recogen del suelo. Acarrean tres o cuatro en cestos y los depositan allí con cuidado, pues por su peso y forma ovalada son una mercancía frágil. La recolección empieza temprano bajo la implacable justicia que imparte el sol, con temperaturas qu...
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Antes de que abandonaran su cuerpo inerte por un golpe de calor junto a un ambulatorio, Eleazar Blandón se había fotografiado para su familia en la explotación agraria de Murcia donde jornaleaba. A su espalda se ve una hilera de contenedores rebosantes de sandías. Cada uno de esos palots se llenan con frutos de hasta ocho kilos que los temporeros recogen del suelo. Acarrean tres o cuatro en cestos y los depositan allí con cuidado, pues por su peso y forma ovalada son una mercancía frágil. La recolección empieza temprano bajo la implacable justicia que imparte el sol, con temperaturas que aquellos días rozaron los 45°. Echen cuentas del esfuerzo que hay tras la producción de este postre que endulza los veranos. Al final del proceso, tentarán con su carne jugosa y refrescante a consumidores de España —principal exportador mundial—, Alemania, el Reino Unido, etcétera. Su textura acuosa hace de la sandía un apreciado cofre esférico para saciar la sed. En cambio, para Blandón, ni agua.
Dijo Walter Benjamin que no hay documento de cultura que no lo sea, a la vez, de barbarie. Así pasa también con productos que servimos en la mesa, que vestimos, o usamos para comunicarnos. ¿Qué otro nombre merece, si no, las circunstancias de la muerte en Lorca de este hombre? La abstracción está desprovista de la fuerza de lo concreto. No es lo mismo leer que, tras dos años de crisis sociopolítica, más de 100.000 nicaragüenses han solicitado asilo fuera de su país (ACNUR), que escuchar a Karla Blandón hablar de su hermano, del sueño de darles una educación a sus cinco hijos. Esa verdad con rostro puede ser sentida y comprendida. Para algunos, Eleazar solo será un migrante sin papeles con mala suerte: su país sometido a represión, unos jefes desalmados en el extranjero, la pandemia global. Pero quienes se ven forzados a dejar familia y terruño buscan, además de oportunidades económicas, definirse más allá de categorías sociológicas impuestas. A Blandón, dicen, le gustaba bailar, conversar con su hijo mayor, ganarse el sustento. Sus cualidades individuales, su dignidad, trascienden las vacías etiquetas.
El término necropolítica se acuñó para describir las prácticas de poder por las que unos se arrogan el derecho de exponer a otros a la muerte. Lo es el limbo burocrático denunciado por el Defensor del Pueblo en el que viven, por ejemplo, los trabajadores en situación irregular del sector agrícola (un 26,5% en 2018, según Cáritas). Sin protección legal, no les queda sino aceptar condiciones denigrantes. En el último escalafón de la precarización, doblemente golpeados por la pandemia, hay hombres y mujeres que apagan la sed ajena a costa de la propia.