A nosotros había que creernos aún más
Ser viejo no es cumplir años, sino no tener algo que los documente
Creo que, muy a su pesar, no hay un día del verano en que mi hijo no haya sido fotografiado, a menudo más de una docena de veces.
Casi nunca pide una foto y casi siempre las evita o, si se entera de que se la estoy robando, monta en cólera como un famoso, insultándome a mí y apartando a manotazos a los demás. A la hora de liberar memoria del teléfono, borro cualquier cosa antes que una foto de él, e incluso me he puesto a revisar las fotos de los chats de WhatsApp para salvar unas pocas suyas en cuanto elimine esa aplicación del demonio. Existe la posibilidad de que, cuando el niño cum...
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Creo que, muy a su pesar, no hay un día del verano en que mi hijo no haya sido fotografiado, a menudo más de una docena de veces.
Casi nunca pide una foto y casi siempre las evita o, si se entera de que se la estoy robando, monta en cólera como un famoso, insultándome a mí y apartando a manotazos a los demás. A la hora de liberar memoria del teléfono, borro cualquier cosa antes que una foto de él, e incluso me he puesto a revisar las fotos de los chats de WhatsApp para salvar unas pocas suyas en cuanto elimine esa aplicación del demonio. Existe la posibilidad de que, cuando el niño cumpla años, este trabajo espontáneo de documentación lo haga él mismo, y peor aún: en redes y posando. Es probable que entonces el espantado sea yo, porque madurar es condenar lo que fomentaste diez años antes sin hacerte responsable de ello, y la mejor prueba de esto suele ser un hijo.
Entre las muchas y muy felices brechas entre mi generación y las siguientes, una de las más distinguidas tiene que ver con la fe. A nosotros había que creernos aún más. Hasta los 30 años debo de tener 30 fotos, 24 de ellas de niño. De muchos viajes, una o dos que no sé quién guarda. De los mejores viajes, ninguna. De esas historias que no nos cansamos de contar cada vez que nos juntamos los amigos no hay una sola vez que no se cuente distinta: no hay fotos, no hay vídeos, no hay estados de Facebook ni whatsapps que las confirme; sin pruebas somos más mentirosos, más divertidos y nos da todo bastante igual. No digo que sea mejor ni peor; de hecho cuánto daría algunos días por tener delante fotos o vídeos de esos momentos, pero mi imaginación ha hecho con los recuerdos lo que hace con los libros: rememorarlos de una forma distinta, cambiar caras, releerlos con otra mirada. El pasado personal como algo difuso que se desdibuja, se manipula o se altera. Como todos, pero con más alegría.
Ser viejo no es cumplir años, sino no tener algo que los documente. Y ser viejo, generalmente, nunca es mejor que ser joven, del mismo modo que el mundo en extinción, ese en el que cuando ocurrían las cosas no había nadie grabándolas, tampoco es mejor que el actual. Incluso a veces las pruebas se acumulan para quemarlas, y en el afán por coleccionar cada día de nosotros mismos, y archivarlo, lo único que se persigue es el placer de pulverizarlos como si así pudiésemos partir de cero.
Pienso todo esto no a raíz de la obsesión por inmortalizar a mi hijo y compartirlo con su madre y sus abuelos, pues podrá borrarse a sí mismo cuando quiera y hasta olvidarse si le place, sino por una señora mayor, ya muerta, que fue la madre de José Sacristán. Hace varios años lo entrevistó este periódico y el otro día, releyéndole, encontré esta frase: “Mi madre murió jovencísima, a los 77 años”. Hay pocas declaraciones de amor más exactas que esa, y pocas fotografías más ajustadas que la que él hace con esas palabras, y para que nosotros la imaginemos no necesitamos un posado ni la verdad objetiva de su edad, teniendo ya la verdad de su espíritu, el de la madre y el del hijo. Y nos lo creemos con facilidad.