Predestinada
Volvemos a besar las cuentas de nuestro rosario, ateo y público, para que se optimicen los recursos existentes, se contrate personal y no se externalicen los servicios
Justo después de que se conceda permiso para realizar visitas a las residencias, mi marido y yo vamos a ver a mi suegra. Durante tres meses nos habían hecho llegar informes sobre su salud: dio positivo en covid. Asintomática. Como una adolescente, pero con noventa y cuatro años, y una cardiopatía. Estábamos intranquilos, pero esperábamos que ese olvido dulce que empaña la memoria de algunas personas mayores, un olvido que no se llama Alzheimer y parece un despiste, una dificultad para recordar lo próximo anclándose en lo lejano, hubiera acolchado el sentido del tiempo de Tere y los tres meses ...
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Justo después de que se conceda permiso para realizar visitas a las residencias, mi marido y yo vamos a ver a mi suegra. Durante tres meses nos habían hecho llegar informes sobre su salud: dio positivo en covid. Asintomática. Como una adolescente, pero con noventa y cuatro años, y una cardiopatía. Estábamos intranquilos, pero esperábamos que ese olvido dulce que empaña la memoria de algunas personas mayores, un olvido que no se llama Alzheimer y parece un despiste, una dificultad para recordar lo próximo anclándose en lo lejano, hubiera acolchado el sentido del tiempo de Tere y los tres meses los hubiese vivido como tres días. Cruzamos los dedos y besamos las cuentas de ese rosario invisible al que se aferran ateas y brujas. No me dejaron entrar, pero mi marido después me lo contó todo. Le tomaron la temperatura y los datos personales. La residente, pequeña y enmascarillada, saludó sin tender la mano: “Teresa Pascual, encantada”. “Mamá, que soy tu hijo”, respondió el visitante que en un tris fue identificado tras la mascarilla. Tere describió su pérdida de audición: “Tengo la cabeza vacía de aquí hasta aquí” y se pasó la mano por la cara de una oreja a otra. Se comunicaron con notas. “¿Cuántos años tengo?”, preguntó Tere. “En enero, 95”. La lucidez es triste: “Soy vieja, me voy a morir”. Mi marido estuvo estupendo: “Sí, mamá, pero no te preocupes”. Ella se tranquilizó. Agradecemos la dedicación de las personas que atienden a Tere, nos escriben correos para informarnos de su estado, trabajan para que no sucumba a un hechizo lotófago. Más allá de las asociaciones criminales que convierten las residencias en tapaderas y negocietes, películas de gánsteres y horror, conozco a profesionales que tratan con mimo y respeto de nuestros mayores. Cati me manda un vídeo: una residente me cuenta que está leyendo mi novela más difícil.
Hacemos cábalas sobre cómo gestionar los cuidados en nuestra vejez. Pensamos en octogenarias comunas hippies. Una red de amistades de ayuda mutua. Pensamos venderle nuestro hogar anticipadamente a uno de esos fantoches que salen en la tele diciendo “¡Compro, compro, compro!”, mientras especula con viviendas de jubiladas y jubilados. Pensamos en el suicidio colectivo. Todo fantasías: dudo de que los que hoy tenemos cincuenta lleguemos a disfrutar de la longevidad de Tere. En Madrid nos estamos quedando sin atención primaria. Ambulatorios y centros de salud se degradan. El agotado, maltratado y exiguo personal sanitario vive una sensación de calma previa al tsunami. Atienden telefónicamente. A mí me da vergüenza solicitar un análisis de sangre. Una mamografía. La pandemia ha sacado a la luz grietas en la estructura. Dejaciones. Desvíos incorrectos. Pensar en la residencia es incurrir en la utopía de una predestinación optimista. Volvemos a besar las cuentas de nuestro rosario, ateo y público, para que se optimicen los recursos existentes, se contrate personal, no se externalicen servicios ni se concedan licencias de construcción, no para solucionar el déficit en infraestructuras sanitarias, sino para alimentar la voracidad de constructores y comisionistas con una pasta gansa para pagarse un seguro privado de salud. Me gustaría llegar a ser viejecita y leer libros difíciles en una residencia. “Marta Sanz, asintomática, encantada”.