El relicario de una pandemia

No puede haber retorno a una "normalidad” porque su naturalización esconde las injusticias, tales como la violencia contra las mujeres en casa, el racismo o el genocidio de los pueblos indígenas

Personal sanitario carga un ataúd cerca del río Amazonas, a finales de mayo.TARSO SARRAF (AFP)

La pandemia es un escándalo. ¿Quién fue el pecador que puso esa piedra de tropiezo en nuestras vidas? No fue nadie. Un virus es un nadie. Morimos en rebaños, somos 100.000. Los números escandalizan, pero también alejan el sollozo de los que lloran. Los 100.000 hacen que la falta esté en cada esquina, entre casi toda la gente conocida alguien llora su muerto sin despedida. El desconcierto de las vidas arrebatadas nos hace sentir la falta de los ritos funerarios: aunque macabros, los ritos eran momentos de cultivo de la memoria sobre el bien querer al muerto. No hay tiempo para la melancolía que...

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La pandemia es un escándalo. ¿Quién fue el pecador que puso esa piedra de tropiezo en nuestras vidas? No fue nadie. Un virus es un nadie. Morimos en rebaños, somos 100.000. Los números escandalizan, pero también alejan el sollozo de los que lloran. Los 100.000 hacen que la falta esté en cada esquina, entre casi toda la gente conocida alguien llora su muerto sin despedida. El desconcierto de las vidas arrebatadas nos hace sentir la falta de los ritos funerarios: aunque macabros, los ritos eran momentos de cultivo de la memoria sobre el bien querer al muerto. No hay tiempo para la melancolía que antecede el luto, pues el virus tiene afán, y los humanos son descuidados con llevarlo en serio.

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Miente quien dice que todos somos igualmente vulnerables al virus. Solo en la abstracción de la inmunización de los laboratorios somos materia idéntica. En la realidad de las inmunizaciones de los privilegios, nuestros cuerpos son muy diferentes. Algunos se lanzan a las calles para limpiar aceras, otros para trabajar en farmacias o supermercados, otros para entregar comidas y medicinas, y muchos para cuidar de gente enferma en los hospitales, casas o asilos. Estos son cuerpos esenciales para la pandemia, precisamente por eso están en mayor riesgo de enfermarse y, tristemente, de morir. Sin poder hacer nada para atenuar los efectos del escándalo en la vida de miles, me encerré en la casa. Sobrevivo al mandato de la distancia social como una orden de aislamiento social: si no puedo hacer nada por los otros, que al menos deje las calles para los que necesitan moverse para cuidar de todos nosotros.

Desde la inesencialidad de mi existencia en la pandemia, imaginé formas de cuidado. Pasé a enseñar por las redes, a conversar con gente desconocida que solo la literatura o la etnografía me presentaría. Esas nuevas voces me enseñaron cómo otros sobreviven a la anormalidad de reglas injustas para la vida. No puede haber retorno a una “nueva normalidad”, pues la naturalización de la normalidad esconde las injusticias, tales como la violencia contra las mujeres en la casa, el racismo estructural o el genocidio de los pueblos indígenas. Vivimos en un momento de desaliento, real y alegórico. Si nuestros cuerpos no sucumben al desaliento del virus en los pulmones, nuestros cuerpos deben desalentarse por entero para que arda la herida por la sobrevivencia. Por eso, sustento que hay esperanza en el mundo post pandemia.

¿Desde dónde doy ánimo a mi esperanza? Desde la emergencia de una solidaridad feminista. La solidaridad parte del desaliento del luto y se mueve para la creación de nuevas formas de coexistencia en lo común. El paradigma de la inmunidad neoliberal del individuo no nos salvará como colectividad: la pandemia nos mostró cómo somos interdependientes y, tan importante cuanto eso, cómo el cuidado es una actividad relacional que nos define como humanos que desean la transformación. La experiencia física del desaliento, vivido por los cuerpos desde las particularidades de sus existencias en el tiempo y en el espacio de la falsa normalidad, es lo que nos moverá para el giro de transformación.

Todos los días ensayo sentidos de lo que puede ser una solidaridad feminista que asuma el cuidado y la interdependencia como conectores para nuestras luchas por derechos. Con el artista plástico Ramón Navarro, mantengo un álbum en Instagram @reliquia.rum, donde contamos historias de mujeres que murieron por la pandemia. Todos los días contamos una historia de una mujer anónima, hecha multitud por los números del escándalo. Ya fueron más de 150 mujeres, un calendario diario desde el día en que doña Cleonice Gonçalves, considerada la primera mujer que murió de la covid-19 en Río de Janeiro, estampó las noticias. Era una señora sin nombre o rostro: “solo” la muerte de una empleada doméstica.

El desorden del presente reclama formas de imaginación para que soportemos el luto. Fue así que llegamos a contar biografías verdaderas, excavadas de las noticias, pero con collages de mujeres de otro tiempo e historia que no son la nuestra. Formamos una comunidad de luto, en la que el luto privado se vuelve luto colectivo para la memoria de un escándalo del cual ya somos 100.000 muertos. Desde la ventana sesgada para el dolor de los otros, todos los días leo y escucho dolores y percibo sollozos de hijos, nietos, padres y madres que perdieron gente fuera de su hora. Desde el aislamiento del mundo, me conecto al descubrimiento de otras voces y sobrevivencias. Es desde este equilibrio entre el luto y la resistencia que imagino un mundo post pandemia con espacio político para la solidaridad feminista. No podemos salir de los meses de desaliento con la misma tranquilidad con la que la antigua normalidad alentaba nuestros privilegios.

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