Líbano en el apocalipsis

La catástrofe que acaba de asolar el puerto de Beirut no es la consecuencia de un accidente sino el trágico fruto de una situación anunciada, desde meses, de la quiebra del país

La catástrofe que acaba de asolar el puerto de Beirut no es la consecuencia de un accidente sino el trágico fruto de una situación anunciada, desde meses, de la quiebra de Líbano. Provocando más de cien muertos, millares de heridos, la explosión de más de dos mil quinientas toneladas de nitrato de amonio abandonadas en el almacén central del puerto pone en evidencia negligencias criminales y, sobre todo, el disfuncionamiento estructural de la gestión de un país, casi par...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La catástrofe que acaba de asolar el puerto de Beirut no es la consecuencia de un accidente sino el trágico fruto de una situación anunciada, desde meses, de la quiebra de Líbano. Provocando más de cien muertos, millares de heridos, la explosión de más de dos mil quinientas toneladas de nitrato de amonio abandonadas en el almacén central del puerto pone en evidencia negligencias criminales y, sobre todo, el disfuncionamiento estructural de la gestión de un país, casi paralizado con la crisis económica desde años. ¿Por qué este castigo de Job sobre un país que disfrutaba de la fama de ser, en los años cincuenta del siglo pasado, “la Suiza de Oriente Próximo”?

Las numerosas y multitudinarias manifestaciones populares contra las autoridades, que no cesan desde 2015, la quiebra oficial de la economía, y el rechazo de la ayuda internacional, especialmente por parte del FMI, demuestran el agotamiento de un modelo estatal hundido en la corrupción y los juegos sangrientos del multiconfesionalismo como método de gobierno.

Nunca, desde su independencia, en 1943, la amenaza había sido tan aguda, pese a todas las guerras en las que este pequeño y original país se ha encontrado atrapado. Tras las manifestaciones populares inéditas que estallaron entre octubre y noviembre de 2019 contra la degradación insoportable de las condiciones de vida, han aflorado a la superficie todas las contradicciones, los arcaísmos y despotismos que paralizan a la sociedad libanesa.

Es la primera vez que el modelo de Estado libanés, basado en el reparto confesional de la población, está siendo cuestionado con tanta fuerza por la movilización ciudadana, y en nombre de la pertenencia nacional común. Dramática, la crisis actual es, a la vez, económica, política, institucional, social e identitaria. Es interna y también, para un país siempre expuesto a injerencias, externa.

La crisis interna, radicalizada por la pandemia de la covid-19, aboca hoy a una situación insostenible: un crecimiento descontrolado del endeudamiento, que gira en torno de los 85.000 millones de dólares (el 150% del PIB); un Gobierno dimisionario que pide ahora préstamos, no tanto para solucionar los problemas diarios de la sociedad, sino, como indicio de quiebra técnica, para reembolsar su deuda; un presupuesto del Estado opaco, nunca cerrado ni publicado; prestamistas extranjeros que se niegan a invertir por desconfianza en el sistema bancario, provocando la tensión permanente sobre los tipos de interés; falta de liquidez sin precedentes: la libra libanesa está devaluada por la “dolarización” informal a pie de calle; y, para evitar la caída definitiva de la moneda nacional, los bancos impiden a los ciudadanos retirar dólares. Como una suerte de suspensión de pagos, los sueldos están sujetos a continuos retrasos y, a menudo, reducidos hasta el 15%; el paro afecta a unas 700.000 personas en un país de 6, 8 millones de habitantes; los servicios públicos esenciales, degradados, los hospitales desbordados y paralizados, los cortes de electricidad son sistemáticos, y la recogida de basura es deficiente desde 2015. Los productos de primera necesidad, si no están ausentes del mercado, se adquieren a precios prohibitivos: por ejemplo, la leche ha aumentado un 30% y la media de todos los precios ha crecido un 15%, sin ninguna compensación. La gasolina es muy escasa, y la actividad económica se encuentra asfixiada. La pobreza golpea a la mitad de la población, mientras el 1% concentra el 40% de la riqueza del país.

Líbano goza de las mejores élites intelectuales del mundo árabe, pero también padece las peores oligarquías económicas. Los grupos dirigentes raramente pagan impuestos, exportan sistemáticamente sus capitales al extranjero, y desvían, bajo un sistema sofisticado, los fondos dedicados a los servicios públicos hacia sus propios interés privados: la corrupción es un método estructural de gobernabilidad.

Es la punta del iceberg de una situación que había empeorado considerablemente esta última década con la crisis económica mundial. Unos cuatro o cinco oligarcas de comunidades confesionales controlan los flujos financieros del Estado y se los reparten en función de criterios siempre ocultados. Estos desvíos de dinero público han sido reciclados, a menudo, a golpe de especulación inmobiliaria, aprovechando la política del exprimer ministro Rafic Hariri, asesinado en 2005, que había reconstruido, con la ayuda de Arabia Saudí, la economía después de la guerra civil libanesa (1975-1990). Desde aquel entonces, abandonando la oportunidad de industrializar el país, la economía se ha orientado hacia el dinero fácil con la renta turística y las remesas de inmigrantes que trabajan en los países del Golfo y África.

Creado oficialmente sobre una base multiconfesional, el sistema político libanés organiza la distribución de los recursos en función del peso demográfico y del equilibrio político entre las diferentes comunidades: las sunitas (mayoritarias), las cristianas, las chiitas, las drusas y otras subcategorías religiosas. El equilibrio institucional es inmutable desde la independencia en 1943: el presidente de la República es obligatoriamente cristiano y es el jefe del ejército; el primer ministro, que detenta el poder efectivo, es necesariamente sunita; el presidente del Parlamento, con un importante poder de control, debe formar parte de la comunidad chiita. Los chiitas del sur están representados por el partido Hezbolá, hegemónico ahora, y que encabeza una fuerza militar más potente que la del ejército nacional. En otras palabras, la pertenencia comunitaria es una obligación institucional. Nadie puede escapar de esta jaula. Es la condición de la nacionalidad y del reparto de los recursos. El Estado es, en realidad, un sistema patrimonial de clientes y patronos que encierra la sociedad, a la que se prohíbe construir el más mínimo concepto de interés general. Porque a este modelo organizativo hay que añadir la presencia de unos 450.000 palestinos refugiados, apátridas reagrupados en cuarenta campos, y son, desde décadas, objetos de manipulación por parte de todos. Más aún: la guerra civil en Siria ha provocado la llegada de un millón y medio de refugiados, de ascendencia sunita, lo que ha generado automáticamente una desestabilización del frágil equilibrio demográfico y, desde luego, político, del país.

Este puzle comunitario siempre ha sido cuestionado por fuertes corrientes políticas ―nacionalistas árabes, variadas tendencias comunistas, socialistas y progresistas― en nombre de una nacionalidad secular común. Pero todos los intentos fracasaron frente a la resiliencia de los grupos dirigentes confesionales, arropados por potencias extranjeras. Es la otra cara de la moneda: Francia, Siria, Estados Unidos, Arabia Saudí e Irán, son actores internos en primer plano; apadrinan a sus clientes en el tablero libanés y despliegan su peso sobre el juego político, sin hablar del imperium militar que ejerce Israel sobre el país.

Sin embargo, las reglas del juego han cambiado esta última década: las dos potencias tutelares, Francia y Siria, tradicionalmente cómplices, han entrado en conflicto. París desconfía de la dominación del Hezbolá, aunque aliado de los cristianos del presidente Michel Aun, en el Gobierno libanés. Siria, por su parte, apoya a varios grupos que son enemigos entre sí; Estados Unidos ha decidido volver a la carga, con la ley Cesart, castigando a las empresas libanesas que comercian con Siria y el Hezbolá, oponiéndose así a la influencia de Irán. Porque el objetivo de Francia, Arabia Saudí y EE UU es, sin duda, debilitar al Hezbolá. Lo que probablemente explique la verdadera razón por la que estas potencias se oponen a los préstamos de urgencia que solicitan las autoridades oficiales libanesas al FMI.

Es este contexto interno y global complejo el que ha determinado hoy las continuas manifestaciones pacíficas de centenares de miles de personas. Por primera vez en la historia del país, un movimiento masivo, desde la sociedad civil, frente a todos los partidos políticos, reclama un patriotismo transversal no confesional; reivindica el fin de la corrupción, un Estado legal-administrativo igualitario y transparente, la mejora de las condiciones de vida, la lucha contra las desigualdades, el fin del poder de las oligarquías financieras confesionales. Pero conserva un talón de Aquiles: rechaza conscientemente la emergencia de líderes consensuados, por ausencia, en realidad, de un programa ideológico más allá del anticonfesionalismo. El Gobierno, hasta la fecha, “ha dejado hacer” esperando que el movimiento se agotaría por sí mismo. Ahora, la destrucción del puerto de Beirut lo cambia todo y abre un insondable camino hacia el apocalipsis. Nadie sabe lo que hay detrás de las llamas encendidas por el nitrato de amonio, pero lo cierto es que no se trata solo de una obra atribuida a la negligencia. El 1 de septiembre de 2020 Líbano festejará el centenario de su creación. Esperemos que no sea un canto de cisne.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas. Su último libro es Acompañando a Simone de Beauvoir (Galaxia Gutenberg, 2019).


Sobre la firma

Más información

Archivado En