La indiferencia ante el infierno
A la tragedia de los migrantes en el Mediterráneo se suma mentira tras mentira. Ahora resulta que son los culpables de extender la covid-19. El odio al extranjero y la falta de empatía nos pone en peligro a todos
Lo que sucede hoy en el Mediterráneo es preocupante para todos, y no por la razón que tantas veces se sugiere, o sea, la presunta invasión que la peor política agita como un espectro desde hace 20 años para justificar todas las atrocidades. Hoy se añade otra: hay que impedir la llegada de inmigrantes porque son ellos los que han traído la covid-19 a Europa.
Vayamos por orden. La situación es preocupante porque se niega una y otra vez el derecho de asilo, que, sin entrar en muchos detalles, es una conquista fundamental de la civilización. Que Europa siga negándolo, por tanto, es un crime...
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Lo que sucede hoy en el Mediterráneo es preocupante para todos, y no por la razón que tantas veces se sugiere, o sea, la presunta invasión que la peor política agita como un espectro desde hace 20 años para justificar todas las atrocidades. Hoy se añade otra: hay que impedir la llegada de inmigrantes porque son ellos los que han traído la covid-19 a Europa.
Vayamos por orden. La situación es preocupante porque se niega una y otra vez el derecho de asilo, que, sin entrar en muchos detalles, es una conquista fundamental de la civilización. Que Europa siga negándolo, por tanto, es un crimen.
En Italia, las cosas no han cambiado mucho desde que era ministro del Interior el dirigente de la Liga, Matteo Salvini. Cuando la constante amenaza de las elecciones —siempre hay una convocatoria electoral inminente— condicionaba la política interior y exterior. Sin embargo, cuando estaba Salvini, todos éramos observadores atentos, no se nos escapaba una, estábamos dispuestos a defender a personas, principios, derechos, igual que en tiempos de Berlusconi. Todos unidos contra el ogro, para descubrir más tarde que la política se ha berlusconizado o salvinizado por completo salvo raras excepciones. Ahora que las cosas parecen haberse normalizado, habíamos bajado la guardia; pero, para los desesperados, no ha cambiado nada.
Los desembarcos de inmigrantes procedentes de Libia y de todo el norte de África continúan ininterrumpidos. No solemos enterarnos, de la misma forma que no nos llegan las cifras de los naufragios y los fallecidos en el mar. Pero hay una forma de saber que las cosas no van bien: el silencio. Cuanto menos se habla de un asunto, más aspectos no resueltos hay. Y no hay espacio para las justificaciones, no es posible pensar que durante la pandemia los muertos en el mar son tolerables porque no existe alternativa: siempre hay una alternativa, salvo que nunca se propone.
En el Mediterráneo, los barcos de las ONG son continuamente incautados y sujetos a detención administrativa, mientras que se financian y refuerzan las patrulleras del servicio libio de guardacostas. Pero, aunque, en la práctica, se haya neutralizado a las ONG, las salidas de África no se han interrumpido, lo que prueba que lo que denominamos “efecto llamada” no se debe a la presencia de las organizaciones en el Mediterráneo, sino a la mera existencia de Europa, es decir, una alternativa a la miseria, el hambre, las carencias y la guerra.
En Semana Santa, durante el confinamiento, mientras sobrevolaban los cielos italianos los helicópteros encargados de vigilar las playas para descubrir a los escasos transeúntes, en el mar había cuatro botes hinchables a la deriva, y nadie movió un dedo. ¿Cómo lo sé? Alarmphone me dio la señal de alerta: había 250 personas en embarcaciones que se encontraban en dificultades y nadie acudió en su auxilio.
Hace unos días pregunté públicamente desde las páginas de La Repubblica al Secretario del Partido Democrático (PD), Nicola Zingaretti, por qué los parlamentarios de su partido habían votado a favor de volver a financiar a los guardacostas libios, después de que la asamblea nacional del PD hubiera dicho en febrero que no había que seguir dando dinero a los torturadores. En el mismo día de la indignación por la foto que mostraba el enésimo cadáver en el Mediterráneo —un hombre con el cuerpo hinchado por el agua, metido en un bote que llevaba semanas a la deriva en el mar—, quería comprender de una vez por todas por qué, en lugar de financiar pasillos humanitarios, por qué, en lugar de obligar a Europa a mantener un debate constructivo, había decidido dar más dinero a los que sabemos que son centros de tortura y a los torturadores que los controlan.
¡Qué sensación de impotencia provoca a esa foto! La enésima después de la del pequeño Alan Kurdi, la de Josefa y la mujer con el niño que murieron a su lado mientras ella era rescatada —en estado de shock— por la ONG española Open Arms con Marc Gasol. ¿Recuerdan los zapatos de Alan y las uñas rojas de Josefa? Unos detalles con los que nos quisieron hacer creer que todo era un montaje. ¿Cómo podemos olvidar el horror de aquellas muertes y el horror de las mentiras que siguieron? ¿Y cómo podemos pasar hoy por encima del silencio de quienes, para no regalar consensos a la peor derecha, actúan como ella?
Cuando, dentro de unos años, veamos imágenes o leamos relatos sobre el infierno libio —igual que de niños veíamos los campos de concentración nazis, los gulags soviéticos, los campos camboyanos y el estadio de Pinochet—, tendremos que recordar que el horror actual tiene responsables, nombres y rostros. Y quien calla es igual de responsable.
Sin embargo, a veces, las palabras son peores que el silencio; Zingaretti respondió así en Facebook: “La decisión deriva de la convicción de que abandonar en este momento ese escenario (Libia) sería perjudicial, sobre todo, para la propia Libia y para los migrantes que allí viven”.
Pero, para los migrantes, las cosas no pueden ser peores. Qué hay más dramático que estar retenidos durante años en unos lugares a los que no llega la luz, con escasez de agua y comida, mientras los violan y los torturan para extorsionar a las familias. Mientras los usan como carne de cañón en las guerrillas, los venden como mercenarios, como esclavos. Qué hay peor que estar separados de los seres queridos, los padres, los hijos. ¿Qué hay peor que perder definitivamente su pista? Y, por último, ¿qué hay peor que decidir atravesar un mar en el que las posibilidades de supervivencia son tan exiguas?
Pero el secretario del PD continúa: “Sin embargo, está fuera de toda duda que, en lo que a mí respecta, el PD tendrá que verificar con absoluta inflexibilidad si nuestra intervención en Libia cambia realmente las cosas en la dirección deseada y, sobre todo, pone fin a la situación infernal en la que se ven obligados a vivir muchos migrantes”.
Italia financia a Libia —con una breve interrupción tras la muerte de Gadafi— desde 2008, es decir, desde hace 12 años. ¿Y todavía nos repetimos que es mejor estar que no estar allí? ¿Qué es mejor financiar a la Guardia Costera libia que crear pasillos humanitarios? Y, a pesar de las numerosas y muy serias investigaciones periodísticas, a pesar de los informes y las denuncias de la ONU, a pesar de las declaraciones del papa Francisco —que ha llamado “campos de concentración” a los centros de detención de Libia—, las condiciones de los prisioneros en los centros que sostiene Italia no se han modificado nunca, e incluso han empeorado.
Así, pues, para utilizar una metáfora marítima, están casi todos en el mismo barco, partidos de derecha, de centro y de izquierda, en Italia y Europa, casi todos unidos, por motivos aparentemente diferentes, en la financiación de campos y torturadores para parar a los migrantes, desde Turquía hasta Libia. Para mantener lejos de las costas europeas a esos desgraciados, de cuya desesperación deberíamos hacernos cargo.
Me dijeron que sabían que eran campos de concentración y que iban a vigilar que se respetaran los derechos humanos, ¿Saben qué ha pasado? Hace unos días, tras una inspección de 11 horas por parte del servicio de guardacostas italiano, el buque Ocean Viking, de la ONG SOS Mediterranée, fue sometido a detención administrativa en Porto Empedocle, en Sicilia. ¿El motivo? La nave transportaba más personas de las autorizadas. Pero los náufragos a los que se socorre no son pasajeros, son supervivientes. ¿Quizá, para más seguridad de los rescatados, el barco debería haber dejado a unas cuantas personas en el mar? Pero lo que es peor, y parece una burla inaceptable, es que, al mismo tiempo que se paralizaba el Ocean Viking, la Guardia Costera de Libia se dedicaba a llevar de vuelta a los campos a los migrantes que habían zarpado hacia Europa.
Aseguraron que iban a vigilar el infierno libio, pero, en la práctica, las únicas a las que someten a controles son las ONG, es decir, a quienes están salvando vidas, y no a quienes las ponen en peligro.
Con todo, hay algo aún más dramático que, esta vez, tiene que ver con nosotros, con nuestras vidas y nuestra salud. Este giro constante del sentido común hacia la derecha determina una falta total de atención a las condiciones laborales de los inmigrantes que viven en Europa, que tienen familia y trabajan en circunstancias precarias e inhumanas. No es casualidad que los nuevos focos de la covid-19 hayan aparecido donde menos garantías laborales existen. Los braceros búlgaros en Mondragone (cerca de Nápoles), los empleados del matadero de Tönnies en Alemania, los temporeros en Lleida. Los nuevos focos surgen donde es habitual la explotación en el trabajo y los trabajadores no gozan de condiciones seguras. Y, cada vez con más frecuencia, los que no están seguros son trabajadores extranjeros.
El hecho de haber eliminado la empatía, de haber fomentado el odio al extranjero, ha tenido repercusiones dramáticas en el mercado de trabajo que hoy nos ponen en peligro a todos.
Somos un mismo cuerpo, en el que nadie está bien si hay una parte de la humanidad que se considera sacrificable en el altar de la propaganda, la realpolitik del petróleo y la explotación laboral de los más débiles.
Roberto Saviano es periodista, escritor y ensayista.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.