Opinión

El coronavirus es el grito desesperado de la tierra herida

La política, la ciencia, la economía y las mismas religiones son responsables ante las amenazas globales que nos acechan

Ciclistas pasean por el distrito de Miraflores, en Lima (Perú), este viernes.Martin Mejia (AP)

El coronavirus que está atormentando a la humanidad podría ser el grito desesperado de la tierra herida y maltratada. Podría ser el duro precio pagado por el desprecio de nuestro planeta que nos cobija y que estamos destruyendo con nuestro modo de vida depredador. Y no lo afirma este columnista. Son los grandes científicos y expertos quienes están dando el alarme.

Lo cierto es que estamos sufriendo una de las pandemias más asustadoras de la historia. Quizás ya haya habido en el pasado epidemias con mayor número de víctimas mortales pero se trata esta vez de un virus de los más desconcer...

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El coronavirus que está atormentando a la humanidad podría ser el grito desesperado de la tierra herida y maltratada. Podría ser el duro precio pagado por el desprecio de nuestro planeta que nos cobija y que estamos destruyendo con nuestro modo de vida depredador. Y no lo afirma este columnista. Son los grandes científicos y expertos quienes están dando el alarme.

Lo cierto es que estamos sufriendo una de las pandemias más asustadoras de la historia. Quizás ya haya habido en el pasado epidemias con mayor número de víctimas mortales pero se trata esta vez de un virus de los más desconcertantes y difíciles de analizar. Y los pronósticos de los expertos son aterradores.

Cada día que pasa los científicos nos asustan más. Nos dicen que la pandemia apenas ha comenzado, que otros virus peores se avistan en el horizonte y que ni al coronavirus de la covid-19 se le conoce aún del todo. Más aún, se desalienta a los ya curados diciéndoles que pueden quedar con secuelas graves físicas y psíquicas para toda la vida. ¿Algo más? Sí, la incertidumbre de las vacunas, ya que existe el temor que dada la rapidez con la que el coronavirus muda, las vacunas puedan llegar tardías. Y si era poco, el hecho de que ni la Organización Mundial de la Salud (OMS) tiene aún la seguridad absoluta de cómo se transmite el virus. Estamos aún a oscuras en muchas cosas. Quizás lo único cierto es que el virus parece cebarse sobretodo en la aglomeración de las personas y en los lugares cerrados.

Lo que queda más claro es que la humanidad que parecía estar hasta venciendo a la muerte con la fuerza de la medicina ha acabado arrodillada ante un virus del que desconocemos con certeza como apareció y cuanto podrá aún modificarse. En decenas de artículos, en este mismo periódico, se han preguntado los especialistas cómo podrán cambiar nuestras vidas después de la pandemia y qué novedades acarreará a las nuevas generaciones. Una cosa aparece, sin embargo, cada vez más clara y es que el coronavirus ha sido como un alerta a toda la humanidad. Es como si nos advirtiera que la tierra no es infinita y que de no respetarla se vengará cada día más de nosotros y de nuestra ceguera.

Ni el agua ni el aire que respiramos, ni el consumismo desenfrenado que inunda de residuos tóxicos a la tierra, ni los alimentos que consumimos son infinitos. El genocidio de animales y plantas nos pasarán una cuenta cada día más alta y el pequeño planeta podría pronto hacerse invivible.

Si el simple coranovirus está poniendo de rodillas a los cinco continentes parando la economía y sembrando dolor y muerte no es difícil imaginar lo que pueda esperar a la humanidad. Esta pandemia está revelando a la ciencia, a la medicina, a la filosofía y a la misma religión que el mañana podría ser trágico para todos, ricos y pobres —pero más drástico a quienes menos protección tienen—. Es la misma naturaleza con las incógnitas que está creando y que nunca habían desconcertado tanto a la ciencia y a la medicina, la que nos está enseñando que de poco sirve ocultar la realidad. Los recursos del planeta no son infinitos y gritan y amenazan con sepultarnos si seguimos en esta corrida loca y desenfrenada al consumo. Y las consecuencias graves de la destrucción de la tierra no serán para mañana. Cada día que pasa, cada nueva tragedia natural, es como un aldabonazo que nos advierte que el fin del planeta tierra puede estar cerca.

Miremos a los ojos de los niños y preguntémonos si queremos dejarles en herencia un planeta destrozado, violentado y avergonzado sobre cuyos escombros seguimos cerrando los ojos en vez de empezar ya hoy, porque mañana podría ser demasiado tarde, a cambiar nuestros hábitos de vida.

El coronavirus que está afectando a toda la humanidad a la vez y que ha cogido de sorpresa a la ciencia y a la medicina no ha sido una gripe más como siguen voceando los imbéciles. Hoy la política, la ciencia, la economía y las mismas religiones son responsables ante las amenazas globales que nos acechan. Meter la cabeza bajo el ala es condenar a los niños que son la esperanza de un planeta reconciliado consigo mismo. Abandonarles a un destino de muerte segura por nuestro egoísmo de hoy es un genocidio no sólo del futuro sino del presente.

De esta pandemia de la que ya no quedan dudas que es diferente, desconcertante y que puede ser un alarme de algo peor, o saldremos de ella reconciliados con la humanidad pidiendo perdón a la madre tierra por nuestras violaciones continuas y haciendo juramento de cambiar los hábitos perversos de destrucción e hipoteca del futuro y hasta de nuestro presente, o estaremos caminando hacia un nuevo diluvio bíblico.

¿Demasiado pesimismo? No, porque creo que la capacidad del ser humano de rescatar la vida y la naturaleza antes de que sea demasiado tarde es tan grande o más que su fuerza de destrucción y nihilismo. Es sólo tomar conciencia si queremos seguir apostando por la destrucción o por el rescate universal de la vida. Una vida que será más feliz en la medida que la liberemos de los superfluo e inútil que amenazan con ahogarnos.

La salvación es apostar por lo esencial de la vida, para dar más importancia a lo intangible que a lo tangible resumido en el sabio adagio de que “menos es más”. La pobreza, la miseria, las abominables desigualdades sociales dejarían de existir sin la codicia de unos pocos decididos a acaparar lo que no serian capaces de consumir aunque el destino les hiciera inmortales, que no lo son.

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