Al menos ella sabe por qué está ‘loca’
A veces aparece algo que le da sentido a todo, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso
Hace unos días estuve en Ses Salines (Mallorca) visitando a un amigo que pasó allí el confinamiento. Tiene dos perras teckel, Berta y Cuba, que llevábamos a bañarnos cerca de Es Trenc todos los días antes de comer y de cenar, después del trabajo. En un lugar de la Colonia de Sant Jordi, cerca del faro, hay un pequeño aparcamiento, junto a la zona hotelera, en el que siempre nos recibían muchísimos gatos silenciosos y salvajes, sacados de Don Gato y su pandilla; las teckel metían el rabito para dentro, muertas de miedo, y las cogíamos en brazos hasta llegar a las rocas. Hay...
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Hace unos días estuve en Ses Salines (Mallorca) visitando a un amigo que pasó allí el confinamiento. Tiene dos perras teckel, Berta y Cuba, que llevábamos a bañarnos cerca de Es Trenc todos los días antes de comer y de cenar, después del trabajo. En un lugar de la Colonia de Sant Jordi, cerca del faro, hay un pequeño aparcamiento, junto a la zona hotelera, en el que siempre nos recibían muchísimos gatos silenciosos y salvajes, sacados de Don Gato y su pandilla; las teckel metían el rabito para dentro, muertas de miedo, y las cogíamos en brazos hasta llegar a las rocas. Hay pocas cosas que den más miedo que encontrarte juntos a 20 seres vivos con los que no te puedes comunicar, una de esas cosas es poder hacerlo.
El último día de mi visita, cuando nos estábamos metiendo en el coche, aparcó una señora con dos niñas. Se bajaron las tres, la mujer con dos enormes bolsas de plástico. Dejamos a las perras en nuestro coche y bajamos también. Nada más verla, a los 20 gatos echados a la sombra se le unieron otros 10 tímidos salidos de todas partes. La mujer se acercó a un comedero hecho a mano en un pequeño descampado, y vació las bolsas en varios pivotes de madera que también, como el comedero, había hecho ella. La comida la había cocinado de mañana y eran varios kilos de arroz con carne. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Asunción Capllonch”. Le pregunté desde cuánto tiempo hacía esto, y me dijo: “35 años”. Le pregunté cuántos años tenía, y me respondió que cumpliría pronto 64, si bien aparentaba muchos menos. Las niñas, nos dijo, eran sus nietas.
Nos sentamos un momento y nos contó su historia. Todos los días desde hace 35 años va allí a darle de comer a los gatos. Nunca vacaciones, nunca viajes; cuando enfermaba, y esto ocurría pocas veces, una amiga suya la sustituía. ¿Y su marido? ¿Su hija? “Pues dicen que estoy loca”, dijo riéndose. El carnicero le da cada día lo que le sobra (pollo, ternera, cerdo) y ella lo cocina con arroz y lo mezcla todo después de cortar la carne con unas tijeras de cocina. Ha visto morir y ha tenido que sacrificar a muchos gatos en estos 35 años, ha visto la desconsideración de gente que ha dejado en la zona crías recién nacidas escondidas, ha visto crecer a decenas, encariñarse con ellas. Hablamos hasta tarde, las niñas se tenían que ir, le pedí su número de teléfono. Había algo que me interesaba y no me dio tiempo a preguntarle: cómo empieza.
La llamé pasados unos días, ya desde Madrid. Me contó que en los años ochenta un matrimonio suizo llegó al sur de la isla. La mujer, enamorada de los animales, compró un terreno y mantuvo allí gatos y perros. La casa la limpiaba una tía de Asunción; tras morir esta tía, la propia Asunción cogió el relevo. “Los animales me daban pánico”, dijo. Pero empezó a cuidarlos, y siguió cuidándolos después de muerto el matrimonio, y lo hizo también con los gatos que se acercaban atraídos por la comida. Cuando se quiso dar cuenta ya no pudo parar. “Hay cosas que se hacen porque se empieza a hacerlas. Yo me moriría si un día se quedan sin comer. Una persona que ama, sufre mucho”. Va todos los días a las tres de la tarde, pero con la pandemia las gaviotas están hambrientas y a esa hora se abalanzan sobre la comida de los gatos, espantándolos. Por eso la encontramos a las nueve de la noche.
Ha tenido conflictos con los vecinos por la cantidad de gatos que merodean ese descampado. Estoy seguro de que tienen algo de razón ellos, y que tiene toda la razón ella. Yo creo que a veces aparece algo que le da sentido a todo, que nos ata obsesivamente y que nos convierte en rehenes de algo bueno y generoso. Hay gente que de repente, sin darse cuenta, empieza a sentir que su felicidad no consiste en darse el gusto sino en no fallarle a aquello que ha elegido de una forma sensible y primorosa, algo que en apariencia no signifique nada para nadie y signifique todo para aquellos que le dan importancia y hacen que el mundo dure más, y sea mejor, gracias a estos actos de amor desinteresado. Cuando le dicen, y le dicen mucho, “la loca de los gatos”, ella responde que al menos sabe por qué está loca.