Cuando llegues a vieja
Sé que un joven es incapaz de pensar en su decrepitud, pero yo tengo la fortuna de gozar ahora de una imaginación más amplia y quiero prepararme para una vejez digna
Una parte de la vida se la pasa uno ignorando que se hará viejo. Tal vez carecer de esa imaginación prospectiva es sin más un mecanismo de defensa. En la otra parte de la vida, cuando llegamos a la madurez, somos conscientes de que el proceso de decadencia puede ser lento, pero implacable. Percibimos lo rápido que se llega al final. Por eso creo que la edad mediana, el ecuador, es la de mayor clarividencia si se está dispuesto a entender cómo los años condicionan nuestro comportamiento. Yo voy por la calle cumpliendo las normas. Asumo que estoy en la edad de cumplirlas: no soy niña, no soy ado...
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Una parte de la vida se la pasa uno ignorando que se hará viejo. Tal vez carecer de esa imaginación prospectiva es sin más un mecanismo de defensa. En la otra parte de la vida, cuando llegamos a la madurez, somos conscientes de que el proceso de decadencia puede ser lento, pero implacable. Percibimos lo rápido que se llega al final. Por eso creo que la edad mediana, el ecuador, es la de mayor clarividencia si se está dispuesto a entender cómo los años condicionan nuestro comportamiento. Yo voy por la calle cumpliendo las normas. Asumo que estoy en la edad de cumplirlas: no soy niña, no soy adolescente, ni tan siquiera una vieja a la que todo resbale. Siento en mí el peso del mundo. Me cruzo por la acera con grupos de jóvenes, casi todos ellos sin mascarilla, ocupando el espacio, creyéndose inmortales, disfrutando arrogantes de su juvenilismo militante. Los esquivo, evito sus sudores, sus emanaciones hormonales, sus andares descoordinados y abusivos. Me siento vulnerable. Soy consciente de que soy yo quien se tiene que proteger de su inconsciencia. Leo en The New York Times que uno de los factores más que probables del aumento alarmante de los contagios en Estados Unidos es, dejando a un lado la idiotez de su presidente, la falta de prudencia de unos jóvenes que piensan que el virus no va con ellos.
Una de las penosas verdades que ha destapado la pandemia es la creciente segregación por edades en la que aceptamos vivir. Cuando comencé a viajar a Estados Unidos me sorprendía que se tomara como normal la retirada de los viejos a lugares en los que, supuestamente, vivirían de lujo. Nunca llegué a creerme que ese sistema de compartimentos estancos se asumiera en beneficio de los ancianos, más bien me parecía una manera de separar la sociedad entre ciudadanos productivos y no productivos. Pensaba entonces que ese arreglo social no llegaría a España porque nuestra cultura gregaria nos permitía incluir a todas las edades. Las familias extensas también facilitaban esa relación constante. Mi generación puede recordar cómo pasaban los días los abuelos, las abuelas. En los pueblos gozaban de una intensa vida social. Les bastaba con sacar la silla a la puerta de casa o sentarse en el banco de la plaza con otros de su quinta. En general, morían fuertes, porque los que llegaban a cierta edad habían superado enfermedades infantiles y habían tenido una vida muy activa. Morían porque llegaba su hora, pero su salud era la del roble.
Ahora vivimos más. La ciencia, que en ocasiones no se encarga de lo urgente, le ha dado muchas vueltas al alargamiento de la vida, pero no sé si a la calidad con la que permanecemos en ella. El ritmo de vida, las agotadoras jornadas laborales, los pisos pequeños, las familias reducidas, el hecho de que la intimidad haya pasado a ser un elemento esencial en lo que se considera una vida plena, han contribuido a que la sociedad necesite lugares aparte en los que se cuide a los mayores. Inevitablemente, en los centros donde los asisten, sus peculiaridades, su personalidad, su bagaje, queda reducido al hecho común de que son de edad avanzada. Tenía mucha razón la profesora Anna Freixas cuando escribía que los viejos vuelven así a una especie de guardería en la que dan igual los saberes y habilidades que se atesoran porque se acaba viendo la tele o jugando al dominó.
Necesitamos, antes que nada, depurar responsabilidades. Exigir que paguen los culpables de dejar desamparados a los enfermos en las residencias, de provocarles terror y crearles traumas en el acto final de su vida. Pero también, algún día, tendremos que reflexionar sobre cómo queremos vivir la vejez, qué lugar les concedemos a los viejos en el tejido social: ¿es obligado tratarlos con condescendencia? Sé que un joven es incapaz de pensar en su decrepitud, pero yo tengo la fortuna de gozar ahora de una imaginación más amplia y quiero prepararme para una vejez digna.