Columna

Pactar… por exigencias del guión

Como advertía Jeffrey Green, tendemos a una democracia no para ciudadanos sino espectadores

El portavoz de Unidas Podemos, Pablo Echenique, este martes en el Congreso de los Diputados.FERNANDO ALVARADO (EFE)

Echenique, con una clásica torpeza de Twitter, sostenía esta semana que “Cuando se forma un gobierno de coalición, ninguna de las dos partes renuncia a nada de su programa” y mencionaba el impuesto a la riqueza. Un día después, Podemos había renunciado al impuesto de la riqueza y Echenique tuiteaba: “A todos los partidos nos gustaría tener más apoyo para poder sacar adelante más medidas de nuestro programa, pero 35 diputados dan para lo que dan”. Alehop. 24 horas bastan para ir del postureo a la realidad; un tránsito que, a la fuerza ahorcan, va consumando Podemos desde el poder.

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Echenique, con una clásica torpeza de Twitter, sostenía esta semana que “Cuando se forma un gobierno de coalición, ninguna de las dos partes renuncia a nada de su programa” y mencionaba el impuesto a la riqueza. Un día después, Podemos había renunciado al impuesto de la riqueza y Echenique tuiteaba: “A todos los partidos nos gustaría tener más apoyo para poder sacar adelante más medidas de nuestro programa, pero 35 diputados dan para lo que dan”. Alehop. 24 horas bastan para ir del postureo a la realidad; un tránsito que, a la fuerza ahorcan, va consumando Podemos desde el poder.

Pactar es, casi por definición, una gestión equilibrada de renuncias. En definitiva acordar —etimológicamente, unir corazones, o voluntades— requiere aceptar cosas que no querrías y ceder parte de lo que sí quieres. Es de primero de democracia, pero en ese viaje a la realidad no sólo tenía billete Podemos. Tras semanas a cara de perro, la convalidación del decreto de nueva normalidad se ha aprobado finalmente con PSOE, PP, UP, Cs, PNV y Más País, una mayoría que va de izquierda a derecha, del centro a la periferia, del liberalismo al nacionalismo, naturalmente a golpe de cesión. Esto no supone una pérdida de identidad por la que martirizarse, sino un síntoma de madurez. Para el imprescindible pacto de los ERTE se han necesitado cuatro borradores, media docena de reuniones e innumerables intercambios puliendo las renuncias: “Todos hemos cedido”, concluyó la ministra. Lógico. También el Gobierno ha renunciado a sus planes fiscales para favorecer un acuerdo en la Comisión de Reconstrucción al que el PP se suma desde la crítica, y eso es saludable. Su portavoz, Ana Pastor, menciona el gran Pacto por la Sanidad pendiente, pero si hay una deuda es la Educación, que sólo estuvo cerca con Ángel Gabilondo hasta que se cruzaron las elecciones en el precipicio de la crisis de 2008.

La cultura del pacto está herrumbrosa, por falta de uso, en España. Resulta infantil ver a portavoces de PSOE y PP enfatizar que el otro por fin ha cambiado. De hecho, y ésa es la buena noticia, todos rectifican tras abusar del tacticismo más o menos beligerante. Pero se ve que no les resulta fácil. Esta semana, de hecho, delata hasta qué punto la pulsión vetocrática debe mucho a la exhibición mediática. Como advertía Jeffrey Green, tendemos a una democracia no para ciudadanos sino espectadores. El homo videns de Sartori en tiempos de showcracia. Por eso los partidos hablan de pactar y a la vez exhiben una displicencia hostil, a menudo jaleados por los propios medios como claque. Dicen el otro cede como si cayera derrotado, en lugar de ser un triunfo colectivo. La democracia es rivalidad, confrontación, y no precisamente con estilo de hermanitas ursulinas, pero el objetivo es el interés general. A algunos les cuesta distanciarse para asumir esto. Por eso sienten que se pacta vergonzantemente y tienden a justificarse, como las actrices por los desnudos cinematográficos en los setenta, por exigencias del guión.

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