Tribuna

Nuestra monarquía parlamentaria

El encaje de la figura de la inviolabilidad del Rey presenta dificultades, pero el legislador puede modularla, limitándola al tiempo durante el cual se ejerce el cargo de jefe del Estado

Eduardo Estrada

Fue Manuel García Pelayo quien subrayó la exhaustividad de la Constitución, como regulación obligada pero básica de la vida política de la comunidad. Nada fundamental podía quedar fuera de ella, aunque necesariamente el constituyente se limitaba a lo esencial, sin descender a detalles. El desarrollo o la concreción, con absoluta fidelidad a la Norma Suprema, correspondería a la legislación o al Tribunal Constitucional. Cuando hablamos del Rey de lo que ha de tratarse es, entonces, de averiguar su imagen constitucional. Quizás no es tarea fácil, pues el constituyente, como suele, ha podido util...

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Fue Manuel García Pelayo quien subrayó la exhaustividad de la Constitución, como regulación obligada pero básica de la vida política de la comunidad. Nada fundamental podía quedar fuera de ella, aunque necesariamente el constituyente se limitaba a lo esencial, sin descender a detalles. El desarrollo o la concreción, con absoluta fidelidad a la Norma Suprema, correspondería a la legislación o al Tribunal Constitucional. Cuando hablamos del Rey de lo que ha de tratarse es, entonces, de averiguar su imagen constitucional. Quizás no es tarea fácil, pues el constituyente, como suele, ha podido utilizar en su labor términos abiertos, particularmente “artificiales”, cuya comprensión requiere esfuerzo y estudio, y para lo que no siempre resultan de demasiada utilidad fórmulas y categorías requeridas en otros ámbitos y disciplinas del derecho o la crítica.

La monarquía que contempla la Constitución es la parlamentaria, justamente la propia de una democracia que adopta un determinado modo de relación entre los poderes del Estado. “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (artículo 1-3º CE). Hay, entonces, una remisión general a lo que esta figura es en la teoría constitucional, en la que aparece en un determinado momento frente a otras formas históricas, pero que no empece a ciertas decisiones al respecto hechas en la propia Constitución, claras e inevitables. De lo que no cabe duda es de que el Rey es un órgano constitucional, cuyas atribuciones fija la Norma Fundamental, dotando de base y legitimidad democrática a su figura. Ni tiene otros poderes que los fijados en la Norma Suprema, ni deja de estar a disposición de quien ostenta el poder constituido, que puede proceder al cambio de la forma de estado, según la previsión expresa de la propia Constitución para su reforma. Esta dependencia constitucional del Rey tiene dos importantes manifestaciones como es obvio. En primer lugar, el apoyo constitucional al Rey no le puede ser cuestionado mientras no se proceda a la reforma constitucional: un orden institucional no cambiado, pudiendo serlo, es un orden confirmado, que debe seguir siendo considerado legítimo con toda propiedad. De otra parte, el cambio de la forma de estado únicamente se puede producir en el sistema constitucional, acudiendo a la previsión constitucional: solo el procedimiento de la reforma disfruta de las garantías necesarias para asegurar la reflexividad y limpieza del cambio trascendental propuesto.

La libre decisión del constituyente estableciendo la monarquía le ha llevado a dotar al monarca de un estatus especial, privilegiado, que hace particularmente inconvenientes los intentos de entender su figura como una excepción, a veces se incurre en el exceso de calificar esta posición como su infracción del principio de igualdad. El Rey, es obvio, no es un ciudadano más: y su sumisión a la Constitución solo permite hacerlo en los términos establecidos en ella, y no por remisión a un principio de igualdad general o metajurídico.

Pero la libre elección del constituyente por la forma de estado monárquica le ha llevado a incorporar a esta institución ciertos rasgos que son inherentes a ella, que la acompañan necesariamente, pues el constituyente no puede adoptar formas o categorías sin contenido o que estén expuestas a un vaciamiento o desvirtuación improcedentes. No hay en la Constitución, efectivamente, hubiese dicho Francisco Rubio, “fórmulas hueras”. ¿Cuáles son estas decisiones necesarias, verdaderamente constitutivas de nuestra forma política?

El Rey, en primer lugar, no puede adoptar decisiones políticas: como no cabe exorbitancia en su conducta, sus actos necesitan de refrendo o autorización del órgano competente, que asume su responsabilidad y sin el cual carecen de validez. El ejercicio de sus atribuciones tasadas, de representación y de relación entre los órganos del Estado, le permite desempeñar sus funciones, fijadas constitucionalmente, de “símbolo de la unidad y permanencia del Estado”. Se trata de una actuación tremendamente importante para llevar a efecto la unidad de acción política de la nación.

El Rey necesariamente, en segundo lugar, es irresponsable políticamente. Como ya ha quedado dicho la base constitucional del Rey, en el fundamento y en la práctica, no puede prescindir del aseguramiento del nervio definitorio de la institución monárquica como forma política en la que se accede a la jefatura del Estado por herencia y se ejerce vitaliciamente. Una monarquía electiva sería una forma política superada históricamente y un monarca deponible no permitiría al Estado disfrutar de la estabilidad institucional que la Corona asegura. La compatibilidad democrática del Rey se garantiza encargándole competencias exclusivamente relacionales, o de representación y exteriorización, así como mediante la institución del refrendo. De otro lado, y como los españoles sabemos bien, la irresponsabilidad jurídica del Rey no impide, en la práctica, la verificación de la misma, de modo que la abdicación presentada sea, además del efecto de la propia voluntad, el resultado de una indisimulable exigencia política.

La inviolabilidad del Rey, por último, es una institución más difícil de encajar constitucionalmente hablando. No cabe duda de la importancia que le confiere el constituyente, que solo la atribuye, además de a la persona del Rey a los derechos fundamentales (artículo 10 CE) y a las Cortes (artículo 66 CE). Ello impone su acogimiento de forma absoluta, expresando, desde un punto de vista general, la posición preeminente del monarca, cuya persona y libertad se protege frente a todos y en todos los casos. Conlleva, por tanto, su inmunidad total, y ello ya estemos ante su conducta privada o actos en el desempeño de sus atribuciones públicas. No se trata así de un vestigio historicista de la monarquía, bien entendible por otra parte en el horizonte de su legitimación tradicional, sino de una nota imprescindible para asegurar el rendimiento funcional de la Corona, que no ofrecería de otro modo ventajas frente a la forma republicana de gobierno. Cierto que el encaje constitucional de la figura de la inviolabilidad presenta dificultades pues se carece de un instrumento que, en parecido sentido a como ha sucedido con el refrendo, procurase la compatibilidad de la irresponsabilidad jurídica, o irresidenciabilidad judicial, de la persona del monarca con las exigencias propias del Estado de derecho. En efecto, la inviolabilidad entendida como irresponsabilidad jurídica —sólo parcialmente cubierta en lo referente principalmente a sus aspectos patrimoniales por la asumida por su Casa Real— constituye una brecha en el edificio del Estado de derecho que sólo puede ser contrarrestada en un nivel político por un compromiso de ejemplaridad del jefe del Estado. Lo que puede hacer el legislador, como ha ocurrido entre nosotros, a través de la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de julio de 2014, es limitar los efectos de la inviolabilidad, constriñéndola al tiempo del ejercicio pleno de la Jefatura del Estado, y atribuyendo el aforamiento judicial ante el Supremo al Rey emérito.

Juan José Solozabal es catedrático de Derecho Constitucional en la UAM. Acaba de publicar ‘Pensamiento federal español y otros estudios autonómicos’ (Iustel).

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