Columna

Sin cencerro

Pasado lo peor de la crisis, podríamos repensar, como sociedad y como individuos, la vida perra que llevábamos y la que queremos llevar en adelante

Hay síndromes originados por el padecimiento de estrés laboral crónico.Getty / Jason Butcher

Antes del encierro una nunca estaba en casa. Estar de estar. No de dormir o dar vueltas en la cama. No de levantarte, ducharte y salir pitando al atasco. No de llegar derrengada y cenar ante la tele debatiéndote entre el hambre y el sueño. No de salvar las compras, compromisos y planes de los fines de semana como quien salva obstáculos. Estar de estar. De no tener que pasar fuera 12 horas diarias. De poder dejar el culo impreso en el sofá una velada. De oír crujir las tuberías de tus tripas y de tu casa. De ver cómo cambia la luz del salón a lo largo de la jornada. Estar de estar contigo mismo...

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Antes del encierro una nunca estaba en casa. Estar de estar. No de dormir o dar vueltas en la cama. No de levantarte, ducharte y salir pitando al atasco. No de llegar derrengada y cenar ante la tele debatiéndote entre el hambre y el sueño. No de salvar las compras, compromisos y planes de los fines de semana como quien salva obstáculos. Estar de estar. De no tener que pasar fuera 12 horas diarias. De poder dejar el culo impreso en el sofá una velada. De oír crujir las tuberías de tus tripas y de tu casa. De ver cómo cambia la luz del salón a lo largo de la jornada. Estar de estar contigo mismo. Pero, sobre todo, estar de echarle cuenta a los tuyos más allá de constatar que están vivos. De saber de qué neuronas cojean. Qué temen. Qué piensan. Qué sueñan. Qué les saca de quicio de ti, y a ti de ellos. Estar de cuidar y ser cuidado. De oír y ser oído. De reír, de llorar, de aburrirse, de reñir y hacer las paces. De contestar llamadas y mensajes de familia y amigos que antes ignorabas por falta de tiempo, o de ganas, o de fuerzas, o de todo eso junto. A todo eso nos ha dado tiempo estos meses entre paréntesis. A trabajar, sí, quienes pudimos hacerlo. Pero sobre todo a vivir de otra manera.

Una vida, no un encierro, que algunos tememos empezar a añorar en cuanto nos han abierto el corral y hemos salido como vacas sin cencerro. No es tanto el síndrome de la cabaña como el de no querer volver a encerrarnos sin llaves en otra jaula. La de los trabajos extenuantes, las distancias kilométricas, las horas muertas y los horarios matadores de cualquier ilusión que no sea cobrar la nómina. Pasado lo peor de la crisis, además de la sanidad, la vuelta a las aulas y la cura de la herida económica que nos ha dejado el virus, podríamos repensar, como sociedad y como individuos, la vida perra que llevábamos y la que queremos llevar en adelante. Si no, ganaremos la batalla al bicho. Pero habremos perdido la guerra.

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