Tribuna

La nueva inmunidad

El sentido que la sociedad dé al sacrificio que está realizando será decisivo para nuestro futuro. Lo que está revelando la pandemia es la funesta constatación de que hay vidas que importan menos que otras

Nicolás Aznárez

¿Extraerá la nueva normalidad la lección de anteponer lo profiláctico sobre lo productivo? Peter Sloterdijk comentaba en este diario que la “inmunidad” iba a ser el gran tópico filosófico y político tras la pandemia. Una oportunidad histórica: la vieja idea de humanidad, proclamada abstractamente en el XVIII, estaría encontrando bajo dos experiencias recientes una autoconciencia concreta. Si la crisis climática habría revelado nuestro ecosistema común, ¿no estaría el inesperado shock de la covid-19 mostrando la profunda interdependencia inmunitaria de nuestro cuerpo global?

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¿Extraerá la nueva normalidad la lección de anteponer lo profiláctico sobre lo productivo? Peter Sloterdijk comentaba en este diario que la “inmunidad” iba a ser el gran tópico filosófico y político tras la pandemia. Una oportunidad histórica: la vieja idea de humanidad, proclamada abstractamente en el XVIII, estaría encontrando bajo dos experiencias recientes una autoconciencia concreta. Si la crisis climática habría revelado nuestro ecosistema común, ¿no estaría el inesperado shock de la covid-19 mostrando la profunda interdependencia inmunitaria de nuestro cuerpo global?

Aunque nuestra situación contemporánea nos haya vuelto escépticos respecto a emprender procesos formativos colectivos —¿no ha quedado bloqueada nuestra capacidad de aprender de la tradición?— una idea se impone: solo en el violento desgarro de la trama de nuestras continuidades cabría aprender algo. También hay contraejemplos. De Naomi Klein aprendimos, relacionando psicología individual y política económica, que los shocks son también terreno fértil para la “destrucción creativa”.

Estos días, el mundo ya no parece tan desgarrado entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba por nacer; ese escenario de transición ha quedado interrumpido como en una pausa: ¿qué vamos a ser? La costra de ese “realismo capitalista” que bloqueaba toda tensión de futuro insistiendo en la imposibilidad de alternativas a esta movilización económica incesante —la otra cara del eterno retorno del mercado— se reblandece mostrando un escenario oscilante entre una curiosidad expectante y un angustioso miedo al futuro.

Es cierto que estamos percibiendo los frágiles vínculos que nos ligan al sistema-mundo. Sin embargo, la pregunta es si todas estas vivencias de vulnerabilidad, sobre todo las desprotegidas estatalmente, pueden compararse a las experiencias de aprendizaje colectivo que tuvieron lugar en el siglo pasado. ¿Podríamos cifrar nuestras esperanzas hoy, por ejemplo, como en la posguerra, en un “nuevo espíritu” que sirviera para una reconstrucción social postraumática? Ciertamente, el descrédito del modelo keynesiano desde los sesenta y el contraataque neoliberal que ha dominado con puño de hierro nuestras sociedades desde entonces no permiten un fácil remake. Resulta también discutible políticamente dar una respuesta personal existencialista a la pregunta por el sentido de esta nueva peste. Cómodamente instalados en el confinamiento, parece frívolo apelar a cierto romanticismo del aislamiento cuando existe una tragedia material en curso, sobre todo para los más vulnerables. ¿Quién puede aprender algo cuando sus condiciones materiales de existencia ya quedaron considerablemente reducidas por políticas austericidas en la sanidad pública? Cuanto peor, peor, hasta para aprender algo con vistas al futuro.

Sin embargo, no resulta ocioso comparar nuestra experiencia con la del espíritu del 45. La historiadora Selina Todd ha definido este momento decisivo de la construcción del Estado de bienestar como resultado de una “guerra del pueblo”. En 1945, al volver de la experiencia del frente, la clase trabajadora británica exigió, a cambio de sus sacrificios, un nuevo derecho al porvenir. La autoestima que había permitido vencer al enemigo se trocó en disconformidad con la desigualdad jerárquica existente, una dignidad en igualdad de oportunidades. El sacrificio en la “guerra del pueblo” obligó a abandonar la jerga de la lucha por la existencia por un “programa para la paz”. No es casualidad que el Informe Beveridge expresara la potencia del cambio histórico en el manifiesto laborista de 1945 con el título: Afrontemos el futuro: a la victoria en la guerra debe seguir una próspera paz.

Reparemos en el significado de este lema. No era el momento de reclamar a las élites dominantes una mera “compensación” por los sacrificios realizados; no se trataba de justificar que esta generosidad era merecedora de concesiones “desde arriba” o ensalzar simplemente la bandera nacional. No, la terrible lección bélica enseñaba que la dignidad dependía de derechos materiales para todos. Que esta fraternidad recobrara un nuevo significado ya no para tiempos de guerra sino de paz implicaba un giro copernicano: la nueva sociedad debía ser algo más, mucho más, que devolver a cada uno exactamente lo que se merecía por su trabajo. El espíritu del 45 no trocaba sacrificio por heroísmo, sino por dignidad efectiva. No deberíamos olvidar esto a la hora de discutir hoy, libres de nostalgias fordistas, el sentido de una renta básica universal.

Esta analogía entre nuestra “guerra contra la pandemia” y esa “guerra del pueblo” tiene límites. Entre ellos, que esa gran experiencia de autoestima colectiva poco tiene que ver con nuestro aislamiento tecnológico. Sin embargo, da que pensar acerca de nuestras épicas cotidianas: la que aplaude diariamente el enfrentamiento de la vida contra la muerte en las trincheras de la sanidad pública y la que se centra en la bandera y el luto. Ambas son legítimas, pero en la última no pocas veces se tiende a sublimar heroicamente el drama por arriba para descuidar el de abajo. ¿Todo este sacrificio para qué? ¿Para que ciertos políticos se muestren impúdicamente como pasionarias ?

El sentido que demos a este sacrificio será decisivo para nuestro futuro. Si algo define a la tradición emancipatoria, que se remonta a la rebelión prometeica contra los dioses, es que hay trampa en trocar dolor por sentido. El dolor por sí mismo no genera dignidad; el dolor, a lo sumo, solo puede servir como acicate para combatirlo y reducirlo, para prevenirlo y protegerse de él en la medida de lo posible. ¿No implica, por ejemplo, una autoflagelación rayana en lo religioso la idea de que la pandemia es una “revancha de la naturaleza”? ¿No es justo lo contrario: la consciencia global de nuestra dependencia por la posibilidad de un mundo interconectado técnicamente? Ojalá la vuelta a esta nueva “esencialidad” no sea un simple reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, sino de nuestro sentido de la justicia y de nuestro intervencionismo en lo que es cruda necesidad. Lo que está revelando la pandemia no es tanto la coinmunidad del mundo globalizado como la funesta constatación de que hay vidas que importan menos que otras.

Quizá esta sea también la diferencia entre el aplauso en nuestros balcones a una sanidad pública “dejada morir” por políticas privatizadoras y una necesidad de duelo que se centra en intercambiar dolor por sentido. Si el espíritu del 45 cuestionó que las élites dominantes se limitaran a exaltar el “sangre, sudor y lágrimas” para esconder su particularismo, ¿no estamos hoy en condiciones de repetir ese ambicioso gesto a la altura de los nuevos desafíos?. “¡Ay del pueblo que no tiene héroes!”. “No, ¡ay del pueblo que necesita héroes!”, replicaba el Galileo de Brecht. No en vano era un científico.

Germán Cano es profesor de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Alcalá de Henares.

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